Tener un hijo es una de las muestras de amor y generosidad más grandes que puedan existir en este mundo. No sólo les das la vida sino que dedicas buena parte de la tuya trabajando, luchando, esforzándote para que sean felices y buenas personas.
También es cierto que en este proyecto de vida que diseñamos consciente o inconscientemente para nuestros hijos, a veces depositamos esperanzas basadas en ideas no tan altruistas. Muchas veces queremos que nuestros hijos enmienden nuestros propios errores, nuestros anhelos no conseguidos o nuestros sueños no realizados. Cuantas veces, al menos yo, no hemos oído a padres deseosos que sus hijos fueran a la universidad porque ellos no pudieron. Que se convirtieran en abogado, médico o carpintero porque sus progenitores, por la razón que fuera, no pudieron serlo. Que fueran esto o lo otro, en función de los objetivos no cumplidos.
Todos queremos lo mejor para nuestros hijos, y desearlo e intentarles guiar no creo que sea nada malo. El problema es cuando esos deseos se convierten en planes previa y maliciosamente creados que impiden cierta libertad de movimientos a sus pequeñas cabecitas que también tienen derecho a soñar y decidir.
Hace unos días, buscando información sobre mujeres para uno de mis otros blogs, me topé con la truculenta y horrible historia de Hildegart Rodríguez. Podéis leer su biografía aquí pero en resumen, fue una niña concebida por su madre para crear un ser perfecto cuya voluntad dependía única y exclusivamente de su progenitora.
Evidentemente esta historia de una mujer absolutamente demencial, cuya locura no creo que justifique la aberración que cometió con su hija, es un extremo muy extremo. Pero a veces la historia nos enseña que no hay que tender hacia esos ciertos extremos.
Primero, que hemos de dejar que nuestros hijos decidan por sí mismos, dándoles herramientas para que elijan correctamente, pero aceptando que algún día serán seres independientes de nosotros.
Segundo, que el cordón umbilical se cortó a los pocos minutos de nacer y que, a pesar de que siempre queremos a nuestros hijos a nuestro lado, hemos de dejar que vuelen alto cuando ellos lo crean conveniente y sea un momento adecuado (que con tres años te diga que quiere irse a vivir con su primo no es el caso, se entiende).
Con todo este rollo quiero decir que nuestros hijos son nuestros porque los hemos engendrado y los hemos parido, pero también son seres autónomos, libres y con derecho a, algún día, vivir su propia vida. Y eso lo deberían aceptar todos los padres del mundo, por su salud mental y la de sus hijos.