Toda madre que se precie, se hinca cual globo aerostático al ver a su pequeño churumbel, otrora un pedacito de ti y poco más, escribir sus primeras palabras y hacer sus primeras sumas. Lo primero que nos sale, instintivamente, igual que subía la leche cuando se nos acercaba siendo ese pedacito de ser, es decir algo así como "mmmmmi niño es tannnnn listo". Enfatizádolo por si a alguien no le ha quedado claro.
Normal y natural. Pero cuidado. De la misma manera que nuestros pequeños han aprendido a escribir, a hacer series, a sumar y a dibujar, también aprenden a entender lo que sus orejitas están escuchando. Que oigan decir a su madre que son listos, inteligentes, espabilados, no tiene por qué ser nada malo. Por supuesto. Pero a ciertas edades, la reiteración de tan excelsos calificativos en boca de mamá pueden llevar a creer a nuestros pequeños que, tan listos son ellos, que lo que han aprendido ha sido por qué sí. Lo digo porque lo he visto. Y degenera en una peligrosa prepotencia y en un más que probable batacazo académico.
Es por esto que a mí me gusta más alabar el esfuerzo, la perseverancia. En casa tenemos un lema, que repetimos como el "buenos días" o el "gracias": "¿Cómo se aprende? ¡¡¡Practicando!!!
Me parece más importante que mi hijo crea que su triunfo ha venido del esfuerzo y no tanto de un regalo de la genética. Cosa que, por otro lado, les incrementa aún más la autoestima.
- Te felicito porque te has esforzado y ¿¡lo ves!? lo has conseguido.
- Nadie nace enseñado.
Aunque, no nos engañemos, a veces me dejo llevar por la-madre-que-piensa-que-su-hijo-es-el-mejor y tras un espachurramiento que le deja el cuerpo planchado no puedo dejar de gritar a los cuatro vientos: ¡¡¡Pero qué listo y guapo que es mi niño!!!