Desde que mi lista de papeles se amplió al de madre he descubierto la ira en su versión más refinada: la que puede provocar alguien pequeño y presuntamente angelical al que amas sin límites. Los desencadenantes no parecen tan graves vistos en frío: tirar la comida al suelo, resistirse a que la vistan, insistir en ir en brazos ignorando el dolor de riñones del porteador. Quizá estas acciones remueven viejas heridas, o anticipan guerras futuras que los agoreros anticipan casi con placer: ‘Esto no es nada, verás dentro de unos años…’.
Para mi sorpresa, los gestos de enfado parecen divertir a la pequeña Inés, quizá porque le han revelado una versión más animada de su madre, tranquila y calmada casi siempre. La rabia va creciendo con su risa, hasta convertirse en impotencia y desesperación. Llegados a este punto veo por un momento la escena desde fuera y descubro a la niña de dos años que fui peleando con otra cría de su edad.
Saber que muchos gestionamos como podemos la furia supone un cierto consuelo. Camino del parque, escucho los gritos de un padre fuera de sí y aun sabiendo que no actúa bien no puedo evitar compadecerle. La ira sabe a vergüenza y a frustración y la acompaña siempre otra emoción no menos amarga: el arrepentimiento.