Ahora que llega el invierno y nos recluimos en largas jornadas hogareñas, cuando nuestras obligaciones educativas y laborales nos lo permiten, claro está, pasamos el tiempo haciendo mil y una cosas. Entre las inquietudes de mi pequeño gran hombre, desde que ya es un muchachuelo que va al "cole de mayores", se ha posicionado en su ranking personal, jugar al ajedrez. Y como la mayor parte de las veces estamos sólo el muchachuelo, mi pequeña princesa y una servidora, ya os podéis imaginar a quien le toca ser su rival.
El ajedrez es un juego apasionante. Recuerdo cuando era pequeña ver a mi padre jugando con un amigo durante horas y horas con un ajedrez de madera precioso con unas piezas que daban a las partidas un tono solemne.
Ahora me toca a mí, la mayor parte de las veces, cuando ni su abuelo ni su padre pueden estar presentes, estar a la altura de las circunstancias. Será como eso de ir en bici, pero, por suerte no he olvidado, por lo menos, los movimientos básicos. Pero aquellas partidas silenciosas, en las que observaba a los adultos mimetizarse con las piezas del juego y quedarse quietos durante eternos minutos, nada tienen que ver con las nuestras.
Así, mientras mi pequeño gran hombre da saltitos en el asiento pensado en su movimiento maestro, mamá aprovecha para ir tendiendo la ropa mientras mi pequeña princesa espera con ansia que le indique que pieza tengo que mover. Porque por primera vez en la historia del ajedrez, hemos incorporado la figura de la azafata. Tendríais que ver a la moza moviendo los peones como si fueran princesitas bailando en un baile hasta llegar al destino que mamá le ha indicado mientras mi pequeño Kasparov se pone de los nervios viendo como su hermanita se toma a medio cachondeo algo tan serio como es el ajedrez. Que sólo tenga cuatro años y no entienda muy bien la solemnidad que le quiere dar su hermano, es comprensible.
Y oye, dirán por ahí que las mujeres jugamos peor que los hombres a esto del ajedrez (y si son conclusiones científicas, no voy a decir nada al respecto), pero a ver quien es el guapo que consigue, por lo menos, perder con dignidad ante un mocete de seis años mientras prepara el caldo, reboza el pollo, pone la lavadora y vigila que su pequeña princesa no se ponga a jugar con las piezas del tablero como si fueran Barbies en miniatura.
He de decir que alguna vez he conseguido ganar para que mi honrilla no termine por los suelos pero, bromas a parte, lo más importante es que mi hijo disfruta con un juego de estrategia, que le hace pensar y decir cosas tan raras como, "voy a hacer un mate pastor o mejor un enroque". Orgullosa hasta la médula de él. Por supuesto.