El segundo septenio de vida se extiende desde los 7 a los 14 años, es decir, desde el cambio de dentición hasta la llegada de la pubertad, aproximadamente.
El niño todavía no se ha familiarizado con representaciones abstractas, sino que existe en él una gran influencia de la vida imaginativa, en la que la bondad sigue siendo primordial. Para la niña o el niño de 7 años el mundo es un lugar eminentemente bueno. Las imágenes tienen todavía una importancia vital, aunque carecen de determinación: son móviles, cambiantes y en ocasiones volátiles. Podemos decir que, al inicio de este septenio, el niño se encuentra en una etapa poética de soñar despierto. Su universo imaginativo sigue siendo su fortaleza.
En estos primeros años comienza a emerger la vida volitiva. La voluntad y la iniciativa se abren paso, y los niños comienzan a fijarse metas que tratarán de alcanzar. Generalmente estas metas están todavía relacionadas con deseos relacionados con los procesos biológicos.
Si en el primer septenio había una fuerte influencia de lo estrictamente sensorio, ahora la niña y el niño buscan profundizar en el mundo, encontrarle un sentido, por lo que comienzan a realizarse ciertas preguntas: ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Para qué? La palabra cobra una nueva dimensión de significado y ayuda a dar forma a nueva manera de pensar el mundo interno y externo. Los cuentos de hadas siguen siendo el arte que lleva al niño a encontrar las respuestas que la razón no alcanza a vislumbrar (en este post ya hablamos de la importancia de los cuentos de hadas).
Vida escolar: un encuentro con el mundo
En la vida escolar, las verdades que queremos transmitir penetran con suavidad y eficacia a través del arte y la creatividad. La expresión artística es el medio por el cual el niño que comienza su segundo septenio dota de significado al mundo. En la pedagogía Waldorf esta cuestión cobra especial importancia, y todas las materias se revisten de un manto artístico con intención de belleza que apela al mundo de sentimientos que aflora en este septenio. La palabra, cuya importancia ya hemos resaltado, también está sujeta a este hecho: el maestro se convierte en un artista de la palabra, un poeta de la educación que transmite imágenes llenas de sentido, imágenes que relacionan lo imaginado y lo recordado, estableciendo un puente entre lo emocional y lo sensorio.
En palabras de Bernard Lievegoed, "una pedagogía que pretende formar seres humanos integrales que estén a la altura de las exigencias de la vida moderna, debiera aspirar, en la metodología de los tres primeros años (escolares), a satisfacer y conducir las necesidades intelectuales de los alumnos de tal manera que, al mismo tiempo, se alimenten los poderes de la fantasía creadora". El niño debe sentir el aprendizaje como un proceso vivo e integral, no como un producto abstracto. La propia maestra o maestro deben convertirse en artistas de la educación, lo que les otorga una autoridad natural ante los niños, ya que la conducción pedagógica en este septenio se basa en el respeto a una autoridad bien amada.
Copiar, reproducir y memorizar sin un sentido profundo tiene, entre otras, la consecuencia de que el alumno tenderá a copiar, reproducir y memorizar las opiniones ajenas. El pensamiento crítico y la capacidad de analizar conscientemente la realidad perderán poder, con un resultado similar al adiestramiento canino. Esto, por supuesto, tiene sus ventajas para la corporatocracia neoliberal, ya que se encontrará con peones ideales para favorecer su crecimiento, pero no es eso lo que deseamos aquellos que aspiramos a la libertad y la verdad.
Perdiendo el paraíso
A partir del cuarto año de este septenio (10-11 años aprox.) el niño comienza a sentir una pérdida de la protección de ese mundo de fantasía tan presente anteriormente. La vida emotiva se transforma y surgen sentimientos como la propia soledad, la pequeñez ante un universo inmenso y las limitaciones del propio cuerpo. Empieza el pensamiento crítico y la idea de la muerte comienza a cobrar especial importancia. El mundo y sus protagonistas parecen dejar de ser tan bellos y perfectos, y surgen los primeros conflictos emocionales y sensaciones de derrumbe. El niño necesita más que nunca de referentes, y por ello las escuelas Waldorf utilizan en este período de crisis las historias de héroes, santos y demás personajes excepcionales como fuente de inspiración.
La pubertad está tocando la puerta, y surge le necesidad de conquista del mundo exterior. La voluntad se abre paso con firmeza y las energías vitales empujan con fuerza.
Vemos, pues, que la idea de belleza es clave en este septenio; ya sea porque al comienzo de este período todo parece esencialmente bello o porque al final del mismo todo amenaza con dejar de serlo, la idea de belleza todo lo impregna y juega un papel protagonista en la vida anímica de la niña y el niño.
La vivencia del Yo
"La vivencia del Yo, como realidad profundamente sentida, nace en el niño alrededor del décimo año, se amplía en la pre-pubertad y se convierte, en la pubertad, en contenido emotivo omnidominante".
En realidad es esta "vivencia del Yo" la que da origen a la reacción que aparece contra el mundo. Es una reacción desde el sentimiento. Podría decirse que aparece entonces definitivamente "el sentir" como facultad anímica y que hasta el final del septenio se termina de consolidar esta facultad. Como contrapartida somática, en este período se ensancha la caja toráxica. Es la parte media del cuerpo la que prepondera. La situación corporal y anímica coinciden: el sistema rítmico (respiratorio y circulatorio / pulmón y corazón) madura mientras en el alma nace el sentimiento.
Autor: Jorge Benito
Fuentes:
Mi querida Karla Olmedo
Etapas evolutivas del niño, de Bernard Lievegoed, Ed. Antroposófica