Tengo yo la teoría (ya os he contado en alguna ocasión que yo soy mucho de tener teorías) de que desde el principio de los tiempos, los niños han sido unos milindres con la comida. Yo me imagino esa familia de Homo Erectus en su cueva, esa madre histérica porque el niño le ha pintado unos mamuts en la pared que no los quita ni Don Limpio y ese niño pegando gritos porque el bisonte se le hace bola y tiene hebras. Qué estampa tan idílica.
Como iba diciendo, que los niños pongan problemas a la hora de comer ha sucedido desde que el mundo es mundo. Lo único que ha cambiado es la forma en la los padres gestionan este asunto. Cuando yo era pequeña, tendría yo unos cinco o seis años, odiaba con todas mis fuerzas las espinacas. Ya podía decirme mi madre que me iba a poner tan fuerte como Popeye que me daba exactamente igual. Total, yo quería ser Candy Candy, no ese marinero tuerto con un brazo tremendamente desproporcionado. Pues bien, uno de esos días en los que mi madre consideró que debía comer eso que tanto asco me daba, yo empecé a llorar, a patalear, "no me bussssta". Mi madre me cogió en brazos, me sentó en su regazo, pero lejos de darme un beso o explicarme que debía comer verduras por mi bien y que si no me gustaban, otro día podría elegir yo el menú, me arreó una cucharada de espinacas contra la boca.
"Que me da mucho asco", dije yo, entre sollozos, "que te lo comas, que llegas tarde al colegio", dijo mi madre, dejando bien claro que a ella, eso de razonar y respetar mis deseos se la traía bastante al fresco.
Y a todo esto, salido de la nada, apareció mi padre en forma de ¡FLASH! El tío me hizo una foto, sentada en brazos de mi madre, con una servilleta de tela a modo de babero, justo en el momento en el que mi madre atacaba de nuevo con otra cucharada de espinacas.
Madre mía, la foto. MADRE MÍA LA FOTO. Esa foto me estuvo persiguiendo hasta casi la adolescencia. Una vez revelada, la foto fue confiscada en un armario de la cocina y sobre mí pesaba la amenaza de que si seguía dando por saco para comer y haciendo el chorra con el "se me hace bola", "no me gusta" o "me da angustia", la foto vería la luz en tamaño 30x25 en el tablón de anuncios de mi clase. Imaginen ustedes el drama.
A día de hoy, aquel incidente no me ha supuesto ningún trauma, me encantan las espinacas y soy de esas adultas que come de todo, y a las que todo, todo les engorda. Sin embargo, parece ser que no aprendí nada de las técnicas de negociación de mis padres.
Para que Bubú y Piruleta coman, a veces sólo me queda por hacer el pino puente. Con Pititi de momento no tenemos problemas. Él es feliz con su teta y algún que otro puré de vez en cuando. Pero dadle tiempo. Con las dos mayores lo he intentado todo: pedirles por favor que coman, los alimentos con formas (hamburguesas de Mickey, figuritas de merluza, galletas de dinosaurios...), castigarlas sin ver la tele... Y los resultados pueden ser de dos tipos; a saber, si les da la gana se los comen, y si no, no. Vamos, que tampoco tengo muy perfeccionado el tema, como veis.
Hay días en los que me siento inspirada y creativa y me da por hacer de madre 2.0 y les preparo meriendas como la de ayer. Galletas con nocilla y plátano con más nocilla y copos de nieve. Porque ni qué decir tiene que las dos niñas están completamente frozenizadas.
Pero no todos los días puede una estar inventando mundos de fantasía e ilusión, así que la alternativa de la foto va cobrando cada vez mayor atractivo para mí... porque a fin de cuentas ¿quién soy yo para privarlas de una anécdota infantil con tanta mala leche, pero tan divertida?
(Las galletas son Tostarica y los copos de nieve son de un pack de decoración de dulces de invierno que compré en Lidl, por un euro y pico).?