Adaptación a la escuela infantil
El día 5 de septiembre estaba marcado en mi calendario desde hacía meses. Y no precisamente por una fecha conmemorativa especial, triste, nostálgica o romántica. El 5 de septiembre marcaba el inicio de una nueva etapa en nuestras vidas, LA ESCOLAR.
No sé si lo he contado por algún otro medio pero a pesar de mi intención inicial de llevar a MINI THOR al colegio con 12 meses, que es cuando la escuela infantil de mi localidad lo permite, el hecho de que no andara me tiró para atrás, aunque no fue el único motivo. De modo que me organicé con familiares y amigos para pasear al niño, bailarlo y yo poder medio trabajar. De esta manera también me iba mentalizando y preparando para dejarlo en un entorno menos familiar y más académico. Desde abril, mes en que Mini Thor cumplió su primer año hasta el 5 de septiembre ambos hemos tenido tiempo de madurar, yo en mi empeño por escolarizarlo (porque quería pero a la vez no quería, y mi mente entraba en bucle… ¡qué dolor de cabeza me doy a mí misma!) y él en ganar autonomía. Claro está que en estos meses se han sucedido la anécdotas, las críticas y los halagos a partes iguales porque nunca haces las cosas a gusto de TODO el mundo PERO ¡qué más da ya a estas altura lo que me digan!, lo importante es lo que una madre decida a su conveniencia y no a la de extraños, a fin de cuentas una misma ya se atormenta bastante pensando en si estará haciendo lo correcto. Por el camino fui acudiendo a reuniones escolares, hablando con otros padres de su experiencia en la escuela en la que tengo el niño inscrito, y una vez pasado el verano y preparado el material escolar, FINALMENTE llegó el día.
A pesar de mis nervios iniciales, llegado el día marcado en el calendario los acontecimientos se fueron sucediendo de forma cómoda y natural. Como cada mañana, la rutina se impuso: despertarse, cambiar el pañal, vestirse, asearse, desayunar y en lugar de ir de paseo con Na o alguna de sus titas, le dije al pequeño hombrecito: “hoy vamos al cole”.
Entramos andando de la mano en el recinto educativo. Para su emoción había un parque grande con toboganes donde invertimos unos minutos mientras llegaban otros niños. Mini Thor abrió la puerta del aula y allí se quedó emocionado con los juguetes. Ni llantos, ni dramas. Hora y media después lo recogía, estamos en período de adaptación. La maestra me comentó: “el niño es muy sociable, pide las cosas señalando y no ha llorado nada, sólo babea de forma incontrolada”. Normal, está terminando de dentar (sí, por increíble que parezca pone terminando a sus 17 meses). Al verme, Mini Thor lo único que quiso fue que lo llevara de nuevo al tobogán y eso hice.
La sorpresa me la llevé por la tarde cuando mi hijo se resistió a hacer siesta porque quería volver a clase, así que de nuevo lo llevé y entonces Mini Thor me mostró todo lo que había hecho por la mañana: jugar con la pelota, escuchar música, los colores, las cajas de muñecos… Lo dejé otra hora con la esperanza de que la siesta la hiciera después de cansarse pero NO. Ni dormir, ni nada, ¡la vida es corta! debió de pensar, y después del colegio se pasó 2 horas jugando con su abuela, otra conmigo en la piscina (estábamos sufriendo una ola de calor y a 38-40 grados en la calle no se puede estar) y otra hora más con su padre. Eso sí, por la noche cayó rendido.
Sin embargo, y muy a mi pesar, a medida que fue transcurriendo la semana la alegría de Mini Thor por ir a la escuela se fue desvaneciendo como se desvanece el verano mientras se cuela el frescor del otoño. El martes, mi chiquitín de grandes dimensiones se quedó en el aula pero visiblemente molesto y para el jueves el niño lloraba dentro del coche camino de la guarde. Así fue como empecé a plantearme si la escuela infantil había sido buena idea y si en mi caso debía considerar el homeschooling. “No he tenido un bebé durante 16 meses entre algodones para dejarlo y recogerlo llorando como si lo llevara al matadero”, pensaba para mis adentros mientras mis mejillas se empapaban de llanto incontrolable.
“Sé fuerte” me consolaban las otras madres, “no sucumbas” me decían otros padres, con escaso éxito porque mi cabeza continuaba atormentándome con pensamientos torturadores y la culpabilidad me embargaba apoderándose de todos mis sentidos incapacitándome para cualquier otra actividad. Reconozco que soy un poco dramática pero debido a la intensidad de mi carácter tiendo a padecer ciertos excesos emocionales, y la maternidad es un reto que me pone felizmente a prueba constantemente.
El lunes y el martes de la siguiente semana tenía dos citas importantes a primera hora de la mañana. De forma que el lunes se encargó su padre de llevarlo al recinto escolar y, para mi nuevamente sorpresa, no lloró. Cosa que hizo replantearme mi propio enfoque sobre dramatizado. Al día siguiente, martes, lo dejé yo en la escuela infantil y tampoco se disgustó. Boquiabierta aunque acongojada, acudí a mis citas sin sobresaltos.
El resto de semana nos lo hemos (papá, mamá y Mini Thor) pasado en cama con fiebre, tos y mocos. Porque la noche del martes al miércoles Mini Thor empezó a vomitar moco como si fuera una fuente verde, tampoco es la primera vez, de modo que, tranquilamente, supe actuar. Aún así, la noche fue larga y tediosa. Afortunadamente, con la salida del sol acudimos a la pediatra que valoró positivamente su estado de salud y recetó un mucolítico. Me preguntó por los hábitos del niño en cuanto a alimentación y yo le respondí con la verdad. Desayuna como un campeón, almuerza, come conmigo, luego con su padre, duerme un rato, merienda, remerienda y cena. Así, mi hermoso niño que hoy cumple 17 meses pesa 16 kilos (y mide casi el metro de altura). Inciso: Nunca le he forzado a comer. Es un niño curioso y todo lo quiere probar, todo lo quiere comer. Ahora bien, cuando dice que NO, es que NO. De forma que cuando el miércoles no quiso desayunar, tampoco almorzar, ni comer, ni merendar, ni un snack, ni tampoco cenar… Pensé: “está bien enfermo”. Le fui dando zumo de frutas a lo largo del día para hidratarlo, porque parece que se lo tomaba bien y era lo único que admitía y paralelamente cada determinadas horas le daba un jarabe u otro.
La pediatra también me preguntó cómo estaba yo, y le contesté que fatigada porque el niño está descubriendo el mundo y yo estoy descubriendo que nuestra casa es un arma de destrucción masiva. Cualquier cosa, objeto, trasto inofensivo hasta la pelusa más insignificante se convierte en potencialmente mortal.
Inciso más largo: Mini Thor era un bebote muy bueno y tranquilo. Y sigue siendo un angelote, aunque desde que empezó con sus primeros pasos… La tranquilidad ha ido pasando paulatinamente a un segundo plano. Desde que se despierta hasta que se acuesta, no para, no descansa, me agarra de la mano y me lleva de estancia en estancia para que hagamos cosas, mi niño lleva pilas alcalinas recargables y no se desconectan. En mi despacho quiere trabajar con el ordenador, se sienta en mi silla y manipula en ratón como un profesional. Agarra la calculadora y toca las teclas mientras charruquea con su lenguaje ininteligible. Luego al ropero-trastero donde tengo los periquitos, los llama, los quiere coger. En nuestra habitación dormitorio quiere abrir y cerrar los cajones de su cómoda y sacar la ropa, o sacar la ropa del cesto de la ropa sucia para ponerse unos calcetines de su padre. En la cocina abre y cierra armarios. Toca los botones de la lavadora y del lavavajillas. Me abre el congelador (heladera), como llega al tablero intenta apoderarse de cualquier utensilio cortante. Alguien pensará que porqué no pongo cierres de seguridad para niños…. Pero antes de que se me juzgue y crucifique por mala madre aclararé que los cierres están puestos. Lo que pasa es que mi hijo tiene tanta fuerza que abre y cierra las puertas y cajones con los seguros puestos.
¡¡¡El sobrenombre de Mini Thor lo tiene por varios motivos!!!
Así que su madre, que soy yo, cuando ve peligro (casi siempre y casi por todo, como buena primeriza) le digo “psssss, no, no” de forma seca, con autoridad, y con el dedo y cabeza le hago gesto de negación. Él de forma chistosa repite el gesto y cambia de actividad. Ha llegado un momento en el que sabe que no puede hacer algo, como abrir un armario de la cocina, pero se acerca mientras hace y dice ” nno, nno, nno, nno” con esa lengua de trapo que tiene. Y lo abre. Con el seguro puesto. Total sólo tiene que hacer un poco de fuerza y el seguro salta como si nada. En cambio, yo tengo que pelearme con el seguro para abrir el armario y agarrar un estropajo o el jabón de la vajilla. Cuando veo que el niño con un gesto de su brazo lo desbarata me desespero. Lo mismo con las cantoneras de las mesas,¿¿para qué las puse?? ¿¿ ¡¡Para que el niño se distrajera arrancándolas!!?? ¡Claro, es mejor distracción que los juegos de construcción!
Ante semejante nivel de energía de verdad pensé que la escuela infantil sería ideal, lugar acolchado y sin elementos punzantes para minimizar el riesgo de muerte por contusión o corte. Además, me daría un poco de margen para recoger mi hogar y trabajar. Todo eran ventajas hasta que sus lloros me hicieron reflexionar sobre la conveniencia de la medida. ¿Era demasiado pronto? ¿Estaba siendo egoísta? ¿De verdad el niño lo pasaba tan mal? Mis preguntas fueron respondidas una tarde todavía veraniega que lo dejé una hora en la escuela por necesidad, no por convencimiento, y cuando lo recogí no lloraba. Resultó que no había acudido ningún otro niño a la escuela por diversos motivos y la maestra le había podido dedicar la hora íntegra a Mini Thor, cosa que aprovechó para averiguar sus gustos y acomodarlo para que se sintiera bien. Sea como fuere… ¡Funcionó!
La maestra descubrió que al niño le gusta la música, escucharla, bailarla, que le canten y sobretodo, sobretodo, ¡¡tocar instrumentos!! De modo que cuando el lunes siguiente mi marido lo llevó, la maestra ya tenía los instrumentos musicales preparados para acoger al niño. Y hasta aquí puedo escribir… de momento.
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