Desde el principio se impone la urgencia por crecer y el juego es una de las primeras pérdidas en una infancia cada vez más breve. La maravilla de jugar se evidencia al comprobar que ya no eres capaz de hacerlo, pero en lo más profundo quedan los recuerdos de un solar lleno de tesoros, el carro de muñecas que viajaba por el mundo, los esperados jueves con la amiga del alma. Entonces era fácil convertirse en heroínas de película, dar vida a muñecos de plástico, escalar montañas tumbados en el suelo del pasillo; hoy cuesta encontrar los caminos que conducen a territorios imaginarios.
Y sin embargo están ahí cerca, aunque muchos ya no podamos verlo. Lo saben mi hija y sus pequeños amigos del parque, todos los niños antes de que la realidad se empeñe en cambiarles el rumbo. Frágil es el espacio del juego por el juego, de las cosas porque sí; rápido vuelan los tiempos en los que apreciamos de verdad las cosas importantes de la vida: amasar arena, esconderse entre los árboles, pisar los charcos, cantar, reír, a ratos llorar. Parar, jugar, vivir… y volver a empezar.