Quizá de allí viene mi inquietud cuando se insiste en la necesidad de los niños de socializar desde edades tempranas, en lo bueno que es para ellos ir a la guardería, asistir a la escuela. Vuelvo a sentir en mi espalda infantil el empujón de un adulto hacia el lugar en el que otros niños jugaban. Ignoraban seguramente que un gesto tan bienintencionado como expeditivo causaría efectos contrarios a los deseados. En carne propia aprendí que ante la timidez extrema lo mejor es la calma y evitar la presión; con cariño y un poco de tiempo, todos acabamos encontrando el camino.
Hoy por hoy mi hija ofrece la versión contraria a mis primeros recuerdos y para ella socializar resulta fácil y natural. Por eso nuestro círculo de conocidos se amplía cada día con papás y niños, abuelas, perros de cualquier raza y tamaño y sus correspondientes amos. Sin saberlo, Inés me enseña a mirar al mundo con confianza, me demuestra que todo es más fácil si andas por la vida sin miedos, que los perros y los humanos no suelen morder cuando se les aborda con la mirada limpia y una sonrisa.
Pero uno no deja de ser como como es, por eso me encantan las tardes de los domingos, cuando el parque cercano se queda desierto y nosotras salimos a pasear. Por un rato nos pertenecen los árboles, los caminos y piedras, el rumor de los pájaros y el estanque de los patos. Algo así debe de ser la felicidad: jugar a perdernos entre los setos oscuros mientras el tiempo pasa lento y el silencio hace más claros su voz y mis pensamientos.