Tú me enseñaste a volar

“Cuando me enteré, casi no pude decir palabra sobre su muerte. No sé muy bien por qué. Aunque supongo que siempre me ocurre eso con las cosas que me lastiman. No puedo nombrarlas mientras me duelen, o mientras me duelen mucho, o mientras son un dolor nuevo y desconocido, un dolor que busca su sitio en el cementerio de tristezas que todos tenemos en algún lugar del alma. Pero al mismo tiempo supe, desde el momento mismo en que me enteré, temprano en la mañana, que iba a tener que escribirle estas líneas, u otras como éstas, señor. Eso también es algo que me ocurre con las cosas que me duelen. Se me traban en la lengua pero se me destraban en palabras cuando las escribo. Aunque con la muerte nunca sea sencillo. Siempre es más difícil con la muerte”.

Eduardo Sacheri, “La vida que pensamos”

tu me enseñaste a volar
Esta foto que acompaña al texto tiene cerca de 30 años. Ahí me tenéis a mí. Un bebé rubio y pelón sobrevolando la azotea de su abuela en manos de su tío Ángel. No os miento si os digo que es una de las fotos que han marcado mi infancia. Por no decir LA FOTO. En mayúsculas. Hasta tal punto, que sin poder recordarlo, porque mi vida todavía se contaba en meses, la he visto tantas veces y me lo han contado en tantas ocasiones que soy capaz de sentir el cosquilleo de verme en las alturas. Y también de adivinar las caras de pánico de mi madre. Y de mis tías. “¡Ángel, baja al niño de ahí, que lo vas a matar!”. Yo, mi cara me delata, no sentía miedo. Todo lo contrario. Era feliz allá arriba y estaba seguro con mi pañal apoyado en la palma de la mano de mi tío Ángel. Con él nada malo me podía pasar.

Calculo que mi tío tendría entonces 22 años. Y si no me equivoco, él y mi tía, la hermana de mi querida mamá, ni siquiera habían pasado aún por el altar. Sólo eran novios. Y aunque ellos no lo sabían entonces, aún les quedaba más de una década para convertirse en padres. En padres con todas las de la ley, me refiero. Porque mi hermana y un servidor tuvimos en ellos a unos segundos padres. Vivíamos a una calle de distancia y nuestras ventanas de la cocina se intercomunicaban por la galería interior. Así que para hablar con ellos nunca nos hizo falta un teléfono. Bastaba pegar un grito y mi tío Ángel se asomaba por la ventana. Así nos comunicábamos. A viva voz. No sé la de tiempo que habremos pasado con ellos. En su casa o en la nuestra. En el parque. Paseando. En esos veranos que ya no lo son tanto desde que no nos juntamos toda la familia en casa de la abuela. Tuve una infancia feliz. Muy feliz. Y en esa infancia (y en mi vida en general) me cuesta encontrar un instante en el que no estuviese presente mi tío Ángel.

Hace un mes y medio, a mi tío le detectaron un cáncer de estómago con mal pronóstico. Tres semanas más tarde, ya ingresado en el Hospital, hice un viaje relámpago a Valencia con la única intención de verle y de pasar con él unas horas. Cuando mi madre le dijo que iba para allá, él, emocionado, no tardó en contárselo a su compañero de habitación: ¿Sabes que viene mi sobrino a verme? Viene sólo por verme a mí. Eso es que te quiere mucho, ¿eh? le dijo su compañero. Sí, asíntió mi tío. Es mi niño. Nunca se me olvidará cómo se le humedecieron los ojos cuando entré por la puerta de la habitación. Como me cogió de la mano. Y como de sus labios salió una y mil veces un “ay, mi niño”.

El viernes a primera hora, cuando yo aún tenía esperanzas de que estas navidades él pudiese disfrutar de Mara y de nuestra compañía una última vez, un mensaje de whatsapp enterró todas las ilusiones. Mi tío Ángel ya no estaba entre nosotros. Y lo que el maldito cáncer dejó es sólo una sombra de lo que durante estos 52 años ha sido él. Un hombre siempre dispuesto para todo. Con su eterna sonrisa a cuestas. Me cuesta recordarle una mala palabra. Un mal gesto. Siempre cogido de la mano de mi tía Isa, a la que quería con devoción. Siempre atento a cualquier necesidad de su hija. Siempre al lado de sus dos mujeres, con las que compartía todo. Me conformaría con llegar a ser algún día la mitad de buen marido y buen padre que mi tío. Eso ya sería un éxito.

Para mí, con él, se ha ido de golpe una parte importante de mi infancia y de mis recuerdos. He perdido a un segundo padre. A un ejemplo. Me quedan sus sonrisas, sus consejos, las conversaciones con él, su presencia en cada uno de los momentos más importantes de mi vida. Y, sobre todo, me queda lo aprendido a su lado.

No sé si dónde quiera que estés, te llegará el eco de lo que escribo en estas líneas, pero me gustaría decirte, aunque imagino que ya lo sabrás, que le hablaremos mucho a Mara de ti. Para que igual que me pasa a mi con esta foto, te recuerde como si nunca hubieses dejado de estar presente. Estoy seguro de que ella también estará muy orgullosa de ti. No me queda más que darte las gracias por todo. Por ser como has sido conmigo y por estar siempre que lo he necesitado. Siempre. Sin excepción. Si hoy soy la persona que soy es en gran parte gracias a ti. Tú me enseñaste desde bien pequeño a perder el miedo. Tú me enseñaste a volar. Gracias por ello. Gracias por todo. Y no te olvides de seguir iluminándonos el camino con tu sonrisa, por favor. Nosotros cuidaremos de las dos mujeres de tu vida. Es lo mínimo que podemos hacer después de todo lo que tú has hecho por nosotros. Te quiere mucho. Tu niño.

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