No exagero, es que él sólo piensa en esa camiseta para las grandes citas (ceremonias, fiestas navideñas, excursiones, cumpleaños, visitas al médico) y para las pequeñas, (ir al colegio, irse a la cama, salir a parque o pasar el finde en el pueblo). La pelea de todas las mañanas no es, como en otras familias, por llegar pronto a clase, sino por evitar que se vista siempre con la camiseta gorria de sus amores. Confieso que se la he llegado a esconder en lo alto del armario, en el fondo del cajón, en el cesto de la ropa sucia… pero él la recupera incluso de dentro de la lavadora. Que esté sucia no es impedimento de nada.
La camiseta es un regalo de su padre que le despertó un curioso gen futbolístico que nunca ha vuelto a dormitar. Y lo interesante del tema (y digno de un estudio en laboratorio) es que al enano no le gusta el fútbol, ni jugarlo ni verlo en la tele o en el campo, pero si le hablan de Osasuna se vuelve loco de orgullo. Difícil de entender.
La camiseta le transforma, le da alas. Es su superpoder de superman, ese que le hace volverse más sociable (cómo somos en este país que el tema del fútbol inicia muchísimas conversaciones) y también más rápido corriendo, como él jura y perjura. Algo que estaría muy bien, si no se parara cada treinta segundos a revisar que el escudo de la LFP sigue sujeto en su manga derecha. La de carreras que ha perdido con otros amiguitos por frenar en seco para ver que todo en su camiseta seguía en orden.
El rojo le sienta bien, sí, pero la camiseta de fútbol no casa bien con el invierno. Porque él no quiere llevarla oculta tras capas de ropa. O va encima del jersey (una atrocidad a la vista) o peor aún, sobre el abrigo. Si no, es capaz de quedarse en el parque en manga corta en pleno enero con tal de lucirla. A mí me desquicia completamente y él se ríe pensando que es porque mí no me gusta Osasuna, haciendo el gesto de que estoy turuleta.
Y no, no se soluciona comprando otra camiseta para que al menos la que lleve puesta esté limpia, como todo el mundo propone. Porque lo sorprendente de esta obsesión es que para el enano no hay otra camiseta igualable en la faz de la tierra. Ni la equipación de este año (él lleva la de la pasada temporada, pero sigue sin darse cuenta), ni bufanda, ni gaitas. Le parece algo así como un ultraje cambiar de camiseta, aunque la suya tenga ya bolos en la tripa. Y todas estas sutiles apreciaciones las hemos sacado a través de sus gestos, lo que muestra las horas de conversaciones y terapia que llevo con el tema sin lograr frutos. Seguiré peleando por vestirlo de normal de vez en cuando, aunque haya tardes que desista de ello porque no le convence el argumento de que la reservamos para un momento mejor. ¿Qué mejor momento para un niño que el de ahora mismo?
¿Alguna obsesión similar en el tema del vestir que os lleve de cráneo? ¿Se pasará algún día?
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