Uno de los primeros momentos críticos suele presentarse al elegir el colegio que será, literalmente, la segunda casa de nuestros hijos. Algunos, afortunados ellos, lo tienen claro desde el principio; otros, sin saber cómo, se ven por un tiempo inmersos en una espiral de dudas que parece no tener fin. Llega entonces la peregrinación por los centros, las preguntas a conocidos y desconocidos, la preocupación por los datos académicos, por el respeto al ser humano y sus valores. De repente nos urge conocer a los que le acompañarán en ese lugar en el que nosotros no estaremos: sus maestros, los compañeros de clase, los amigos con los que vivirá las primeras aventuras de la vida.
Y en medio de tanta reflexión, uno se ve retratado tal cual es, con sus miedos y prejuicios, incómodo ante un futuro necesariamente incierto, con la absurda pretensión de controlar todos los factores. Llega entonces el momento de examinar las convicciones más íntimas: qué sociedad deseamos, a qué mundo aspiramos, en qué principios creemos. La respuesta no parece difícil cuando nos despojamos de dudas y contradicciones, aunque cuesta lo suyo reconocer temores, verdades a medias, los “por si acaso”, los “sí, pero…”.
¿Cómo me gustaría que fuese mi hija de mayor? Supongo que en la respuesta está la clave de muchas preguntas presentes y futuras, algunas bases sólidas para que las decisiones dejen de ser un mal necesario y se transformen en pasos seguros hacia la evolución, el crecimiento, la independencia.