Sin ánimo de ofender a nadie, hay profesores que están muy alejados de merecerse que se les llame así. Ojo, no pretendo generalizar, de hecho, estoy siendo muy concreta con lo que digo. Evidentemente, también tenemos maestros increíbles que viven lo que hacen. Pero, también hay que hablar de los que no. Hay que hablar de esos “profesionales” (por no escribir otra cosa y terminar faltando el respeto), que llegan a las aulas con el el único objetivo de ganar dinero.
No quieren saber nada nuevos aprendizajes, de diferentes metodologías y opinan que los alumnos se aburren en clase porque no tienen autodisciplina y respeto (a tomar viento fresco). Tienen un rol muy definido y aprendido. Un rol autoritario, inflexible e intransigente. No abren la mente para comprender otras perspectivas, y tampoco quieren saber nada de la transformación educativa. ¿Docentes? Bueno, han sido contratados por un centro educativo, pero para mí están muy distanciados de serlo.
Hace unos días, unos vecinos que tienen un hijo que va a quinto de primaria y con los que tengo mucha confianza, me comentaron que habían asistido a una reunión con el maestro del niño. Decían que desde hace un mes, su hijo les hablaba de lo mucho que se aburría en clase, de que no comprendía muy bien lo que explicaba el profesor, de que les mandaba hacer excesivos dictados y copias en clase, y que en más de una ocasión había dejado castigados a los alumnos sin recreo por no estar atentos.
Los padres, obviamente preocupados, fueron a mantener una charla con el docente en la que sugirieron si en el curso siguiente podía cambiar su metodología y diseñar las clases un poco más atractivas para los niños. Estoy segura casi al cien por cien, de que tanto la madre como el padre hablaron con el maestro con todo el respeto y la educación del mundo. Pero no se esperaban la respuesta que les iba a dar. El profesor dijo sin más:
“No sé por qué han venido ustedes a hablar conmigo. A mí me pagan por corregir exámenes, y es lo que voy a hacer. No tengo por qué hacer las clases más interesantes, activas ni atractivas para los estudiantes. Son ellos los que tienen que adaptarse a las metodologías y aplicar una base de autodisciplina que se les tiene que haber enseñado en casa. Por cierto, como su hijo no se ponga las pilas, me temo que voy a tener que suspenderle. En lengua puede salvarse, pero en matemáticas va de mal en peor”.
Algunos de vosotros, pensaréis que se trataba de un docente mayor, cansado de trabajar, con poca paciencia y deseando jubilarse. Pero no, el profesor era un hombre joven que no llegaba a los cuarenta años. No se trata de mirar con lupa a los maestros. Se trata de decir las cosas negativas, se trata de sacar a la luz a esos profesores que simplemente están en las aulas por cobrar un sueldo a final de mes.
Muchos de nosotros, negamos con la cabeza y decimos “menos mal que solo son excepciones”. Lamento mucho decir que no solo son excepciones. Prácticamente cada día, leo artículos de docentes que se niegan a adaptar exámenes a alumnos con dificultades de aprendizaje. Profesores que aplican viejas metodologías que no se adaptan a los estudiantes.
Maestros que no tienen en cuenta las emociones ni los sentimientos de los alumnos, que no les guían en su camino, que no les motivan, y que ni siquiera intentan comprenderles ni escucharles. Docentes que creen que no son ellos los que tienen que cambiar la forma de enseñar, sino que los estudiantes tienen que aprender los conocimientos de cualquier manera.
Docentes que se niegan a mirar mucho más allá del contenido y los objetivos académicos. Se niegan a profundizar, a conocer, a investigar. Se niegan a reconocer que ser maestro también significa “ser un estudiante eterno y estar siempre activo”. Profesores que ya tienen un título y un trabajo fijo, pero no han querido avanzar profesionalmente. Estamos de acuerdo en que los alumnos, son los más importantes en este proceso. Pero, ¿qué va a ser de los estudiantes que tienen maestros así? ¿de qué manera van a aprender? ¿de qué forma van a ir superando cada etapa?
Hablamos de tener delante a una persona durante al menos seis horas al día que ni siente ni padece, que no escucha, que no comprende, que no empatiza, que no valora, y que simplemente imparte la lección, manda ejercicios y corrige exámenes. Y por supuesto con la “filosofía” de: “quién suspenda ha suspendido. Yo no voy a hacer nada más”. ¿Acaso es eso pedagógico? ¿Acaso eso significa vivir la profesión que supuestamente se ha elegido por vocación?
No pretendo generalizar ni criticar la práctica docente. Nada más lejos de la realidad. Continuamente, escribo sobre lo orgullosa que me siento de los maestros de corazón, de lo mucho que están haciendo por la sociedad y por los alumnos, de lo valientes y luchadores que son, y de lo mucho que vale su trabajo a pesar de que se lo tiren por tierra.
Pero desgraciadamente, no todos lo hacen. No todos están las aulas porque enseñar es lo que más les gusta. No todos están en las aulas porque creen que la educación puede cambiar el mundo. Y no todos están en las aulas porque creen que educar para la vida a los alumnos es algo increíblemente útil. Espero con ansia el día de que en las clases únicamente estén ellos: los maestros de corazón.
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