Sí, lo habéis leído bien, me decía que me hiciera popó allí en medio, como si nada, porque según ella, los empujones al parir consisten en hacer la misma fuerza que cuando hacemos nuestras necesidades.
Fue al cabo de unos días cuando empezaron a aparecer y organizarse en mi mente las imágenes que había presenciado. Eran retazos a modo de fotogramas de lo que había vivido durante aquellas horas en la sala de nacimientos (me gusta llamarla así).
Recordé al grupo de jóvenes pediatras que esperaban la llegada de mi duendecillo para poder examinarlo (el pequeñajo fue prematuro y debían asegurarse de que no necesitaba incubadora). Rememoré también el ajetreo de las matronas, corriendo de una sala a otra, ya que esa noche nos pusimos varias mamás de parto al mismo tiempo (según algunas creencias, parece ser que la luna llena de agosto tuvo algo que ver en eso).
Pero por encima de todo eso, recuerdo cómo cogieron a mi bebé y me lo colocaron sobre la barriga, unido todavía a mí mediante el cordón umbilical, aunque sólo fue durante unos segundos.
Una vez terminó todo, mientras la matrona preparaba nuestro traslado a la habitación y Superpapi había salido afuera a informar a nuestras familias de cómo había ido todo, nos quedamos solos el peque y yo, cada uno en su propia cama.
En ese espacio de silencio miré a mi izquierda y vi el diminuto bultito plateado que era mi bebé (estaba enrollado con la manta térmica), inmóvil, y le llamé: ¡Bebé… bebé…! ¿estás ahí? Y puede parecer una tontería, o una locura, pero mi duendecillo levantó el brazo, golpeando la manta, como respondiendo a mi llamada, como si hubiera reconocido mi voz y estuviera hablando con su cuerpo: Estoy aquí, mami.
Por unos instantes me embargó la emoción.
Seguro que muchas Supermamis tienen algún recuerdo similar.