El silencio. Un bien preciado que en nuestro día a día valoramos muy poco. Casi nada. Yo al menos lo valoraba muy poco. A veces me venía bien para pensar. Otras para estudiar. Y otras para leer. Recuerdo también que lo necesitaba para disfrutar del cine y que por eso me compré unos auriculares muy molones, ya que en el piso de mis padres los coches y las motos parecían meterse en el salón al pasar por la calle. Siempre me ha molestado el ruido. Pero también muchas veces me ha resultado insufrible el silencio. Quizás porque en aquellos momentos no tenía nada en que pensar, nada que leer o ninguna película por ver. O quizás porque en aquellos días locos no lo necesitaba. Vete tú a saber…
Empecé a valorar más el silencio cuando me vine a vivir a Madrid. En parte porque aquí todo es más bullicioso. Y en parte porque al principio, antes de que la mamá jefa y el papá en prácticas nos mudásemos a un barrio residencial a las afueras de la ciudad, viví en un piso que parecía habitar en la Calle Ruido. Pero el valor fundamental del silencio no lo hallé hasta que llegó al mundo nuestra pequeña saltamontes. Y su valor lo encontré en su ausencia y en su necesidad. De repente necesitaba el silencio más que nunca. Y de repente me parecía más difícil que nunca encontrarlo. Sé que suena muy raro, pero es así. O al menos así es como lo siento yo. Esa necesidad de silencio y la dificultad para crear un espacio de encuentro con él la podemos dividir en dos grandes grupos:
1. Silencio para la tranquilidad y el descanso de Maramoto: Como a todos los bebés, el exceso de ruido descoloca a nuestra pequeña saltamontes. Hasta el punto de volverla medio loca. A eso hay que añadir que es una niña de sueño ligero, de forma que sus siestas diurnas no suelen alargarse más de veinte minutos. Es por ello que, cuando se duerme, siendo conscientes de que es el momento que tenemos para adelantar cosas, los papás en prácticas nos movemos de forma sigilosa, como si estuviésemos en medio de una emboscada al enemigo. Un paso en falso o el crujir de una puerta al abrirse pueden ser motivos más que suficientes para su desvelo. Vivimos por unos minutos en el silencio. Hasta que el tonto de turno pasa con la música del coche a volumen de discoteca por debajo de casa. O el cartero comercial de rigor toca al timbre cuando tiene un buzón exterior para dejar su propaganda de Carrefour. O un vecino considera que es el momento para pegar un portazo o dar dos gritos por la escalera.
2. Silencio para la tranquilidad y el descanso de los papás en prácticas: Teniendo en cuenta que Mara la Exploradora se pega dos o tres siestas de 20 minutos y el resto del tiempo está despierta y muy activa, es lógico que sus padres, entre sus gritos, sus carcajadas y sus ruiditos varios (¡Me la como!), echen de menos de vez en cuando el silencio. Aunque sólo sean veinte minutos para estar sentados en el sofá, cerrar los ojos y escuchar el silencio. Y meditar. Y pensar.
Todo este lío viene a cuenta porque ahora que valoro más el silencio, me ha llamado mucho la atención una campaña que acaba de iniciar Fundación Telefónica titulada Mute, el sonido para despertar ideas. En ella se reivindica, en un mundo dominado por el ruido, el valor del silencio como generador de ideas y de desarrollo. Como dicen en su manifiesto, “Mute es un esfuerzo por demostrar que cuanto más ruido, menos ideas. Un espacio de silencio favorable a la creatividad. Una causa a la que sumarse para defender el derecho a pensar”. Os invito a visitar su site, ya que están preparando muchas actividades para reivindicar el valor del silencio. Ese bien preciado que a veces echamos tanto de menos las madres y los padres.