El nombre del bebé es una de las decisiones más trancendentales del embarazo, porque marcará singularmente a la persona en la que se convertirá esa cosilla que llevamos dentro. Y como tal, puede ser una decisión clara y meridiana o difícil de tomar.
Con mis hijos ha sido un asunto relativamente sencillo. El mayor nos costó algo más decidir, quizás porque era el primero, pero tras varias propuestas y negociaciones encontramos el que nos parecía el nombre perfecto para él. Con mi niña fue muchísimo más sencillo, el día que nos confirmaron su sexo en la ecografía tenía claro cómo se iba a llamar y no cambié de opinión en ningún momento.
Sin duda, creo que mis hijos no podría llamarse de otra manera y que los nombres elegidos son los perfectos para ellos.
En este tercer embarazo la cosa está más complicada. No por nombres, que no será por las opciones que hay... Pero aún no he llegado a ese punto de enamorarme de uno, de visualizarlo como el nombre de mi hijo, asumirlo como el nombre perfecto para él. Y no será por propuestas de mis niños, familiares, amigos -es inevitable, todo el mundo opina- que aportan sus favoritos a la causa. Pero por alguna extraña razón, no lo acabo de ver.
Por lo general me gustan los nombres cortos -y más teniendo apellidos largos-, mejor si empiezan por vocal, sin diminutivo. No me van los nombres tradicionales -no por feos sino por demasiado escuchados-, y tampoco los modernísimos, mucho menos los anglosajones y más si se castellanizan -prefiero no poner ejemplo para no herir sensibilidades-. Tampoco me gusta repetir nombres familiares al menos por obligación o tradición.
Así que en vista de lo que me estaba costando decidirme, que el hecho de ponerle nombre a mi bebé durante el embarazo hace que lo sienta aún más presente, más personal, que me pueda comunicar mejor con él, y que no quiero plantarme en el parto sin saber cómo se va a llamar mi Polvoroncillo, he tomado la decisión más sencilla, egoísta y en contra de todas mis condiciones a la hora de elegir nombre: ponerle mi nombre. Así de sencillo.
A pesar de que no soy partidaria de repetir los nombres de los padres en los hijos, de hecho, lo hubiera descartado totalmente si en lugar de niño fuese niña, al ser niño me parece que no es igual, y por eso he incumplido mi propia regla.
¿Y por qué he decidido que se llame como yo?
Pues en primer lugar, porque no encuentro ningún nombre para él que me enamore. Hay muchos nombres de niño que me gustan pero cuando hago un esfuero mental por visualzarlo, no lo consigo. Siempre hay algo de ellos que me causa dudas o no me convence, y no quiero arrepentirme luego de ponerle un nombre que no es el que siento para él.
En segundo lugar, porque es un nombre que me gusta, aunque renegaba de él en mi infancia, pero siempre me ha gustado la versión masculina. Me parece un nombre con carácter y personalidad, me encantan los nombres de origen griego con significado, y si empiezan por vocal, más todavía. Además, es un nombre que gusta a todo el mundo que pregunta cómo se llamará, que no es que me importe pero agrada que te animen en este sentido.
En tercer lugar, porque tengo una sensación, un presentimiento. Creo que si no le llamo así, me arrepentiré y se me quedará la espina clavada para siempre. Lo se porque aunque me encanta el nombre de mi hijo mayor y no me imagino que se pudiera llamar de otra manera, cuando veo a algún bebé o niño que se llama Alejandro siempre pienso que a lo mejor debería habérselo puesto a él. Y este será -espero- mi último embarazo, ya no tendré más oportunidades de poner mi nombre a un hijo mío.
En cuanto lugar, porque mi niño se merece ser especial, tan especial como lo son sus hermanos. El mayor es especial porque fue mi primer hijo, la niña es especial porque es mi niña del alma, y mi pequeño sí, podría ser especial por ser el pequeño pero esta condición casi puede ser un lastre. Así que el pequeño será especial porque se llama como yo.
Y sobre todo por una gran y poderosa razón: porque tres embarazos, tres partos, tres pospartos y etc... ¡¡¡ME LO MEREZCO!!!
Así que, si no cambio de opinión de aquí a que tengamos que ir al registro civil, mi Polvorocillo se llamará...
Se que tendrá diminutivo. Se que no es un nombre corto. Se que hay millones de Alejandros por la faz de la tierra -al menos la española-. Se que he roto mis propias reglas para elegir nombre. Pero se que mi niño será único, diferente por el simple hecho de que es mi hijo. Y llevará un nombre precioso, con todo el orgullo de su madre.