Iniciamos el camino de la inmigración cuando apenas empezábamos a enfrentar la experiencia más retadora y maravillosa de nuestras vidas, ser padres.
Cuando nos convertimos en inmigrantes, dejamos atrás toda nuestra vida. Todo lo que conocemos empieza a ser parte de nuestro pasado, se convierte en historia. Perdemos nuestros referentes. El nuevo mapa que se abre ante nosotros es absolutamente desconocido.
Nuestro norte cambia y también los paisajes, los olores, colores y sabores. Todo es diferente, desconocido, atractivo y novedoso; también aterrador e incierto, incomprensible a veces. La experiencia entera viene marcada por un inmenso vacío. Así empieza el viaje.
Salimos de Venezuela, un país hermoso sumido en un caos indescriptible, partimos rumbo a España. Nunca habíamos estado en Europa, así que el destino era una completa novedad.
Lo desconocido nos aguardaba, pero estábamos seguros de que era la decisión correcta y nos sentíamos confiados, porque mientras permaneciéramos juntos, todo saldría bien.
Fue una decisión que tomamos por el bienestar de nuestra hija pequeña, para que tenga la vida que merece, perspectivas de futuro, una vida tranquila y segura.
Ella es nuestro más grande estímulo y ahí no hay lugar para las dudas.
Fue doloroso partir, sacar a nuestra niña de su entorno seguro, alejarla de sus afectos, de sus abuelos, tíos, primos, de su casa. Sentimos mucho miedo, angustia por el futuro incierto, temor por su adaptación y la de todos.
Sabíamos que esto impactaría en su conducta, pero no sabíamos cómo, sin embargo, iniciamos este camino también con mucha ilusión por la nueva vida que empezaba.
El cambio
Llegamos a Madrid, tres días antes del segundo cumpleaños de nuestra pequeña. Yo provengo de una familia numerosa y aquí nos esperaban familiares, nunca nos habíamos visto, sin embargo nos recibieron con puertas y brazos abiertos.
Nos cobijaron en sus casas, nos apoyaron mucho los primeros días y nos acompañaron a celebrar el cumpleaños de nuestra hija. Éramos desconocidos, pero de inmediato nos convertimos en un núcleo cargado de afecto y protección.
Estábamos entre deslumbrados y asustados, combinación de alegría y expectativa, con incertidumbre y miedo, esta mezcla poderosa trajo un gran descubrimiento: los niños absorben lo que sentimos los padres, y actúan en consecuencia.
Ellos no saben gestionar sus emociones, y ante esta avalancha de eventos y cambios, las emociones se volvieron incontrolables.
Casi todo lo que ella conoce y ama desapareció de su vida, o al menos así lo interpretaba. Empezaron las preguntas, quería saber dónde estaban sus abuelos, y los primitos con los que jugaba casi todas las tardes. Dónde estaba el parque con el caballito al que iba todos los fines de semana y por qué en el desayuno ya no había el queso que le gustaba comer.
Todo empezó a resultarle molesto, estaba constantemente irritable y enfadada, resentía que la hubiéramos sometido a todo esto sin tener ella ningún control.
Hizo falta mucha paciencia durante las primeras semanas. La relación con nuestra preciosa y tranquila bebé de dos años, se había transformado en gritos y peleas constantes, mucha frustración, de ella y de nosotros y a veces nos encontrábamos sin herramientas para enfrentarlo.
Tratábamos de comprender qué le estaba pasando y nos dimos cuenta de que no podíamos perder de vista que esto era muy difícil para ella también.
Habíamos tomado la decisión para protegerla y la habíamos implementado, sabíamos a qué nos enfrentábamos y estábamos dispuestos a hacer el sacrificio que fuera necesario por su bienestar.
Pero los niños no tienen ningún poder, ningún control sobre lo que les está pasando; no deciden nada y se ven inmersos en una vorágine de cambios que no comprenden y esto les puede producir miedo e insatisfacción; y adicionalmente no tienen herramientas para comunicar lo que sienten.
¿Imaginas esa frustración? ¿Sentir miedo, angustia, rabia o dolor y no saber cómo expresarlo, no lograr transmitirlo a quienes te pueden ayudar?
Entendimos que a veces para ella esto era una imposición que le resultaba dolorosa e injusta y que le iba a tomar tiempo asumir el cambio y adaptarse a él. Y mientras ese momento llegaba, ella nos hacía saber que no estaba contenta con lo que ocurría a su alrededor.
Así que aquí estábamos, asumiendo una nueva vida, llena de retos y sacrificios y en medio de esta exigencia, la tarea de comprender la frustración y el duelo que atravesaba nuestra pequeña, porque extrañaba. Echaba en falta su casa, su comida, sus mascotas, pero sobre todas las cosas, extrañaba a sus afectos.
Su inteligencia emocional está en pleno proceso de construcción y de cómo manejemos situaciones que la afectan, de cómo la apoyamos en el proceso de comprensión y gestión de sus emociones, depende su sano desarrollo emocional.
Entendimos que era necesario hacerle saber que estábamos incondicionalmente, brindándole apoyo, compañía y contención. Creímos que era lo único que le daría seguridad y confianza y ese fue el camino que decidimos tomar; hablarle y escucharle.
Explicar y poner límites claros, brindar espacios y momentos de disfrute, pero también de calma y descanso.
Suena fácil, créanme, no lo es, pero sí efectivo, no sólo para atender y contener situaciones de cambio de conducta como éste que vivimos con nuestra hija, sino como enseñanza para la vida.
Aprendimos y enseñamos a entender y aceptar nuestras emociones, sin complejos ni prejuicios, a manejarlas y gestionarlas desde la comprensión y el respeto, eso siempre impacta positivamente en nuestras vidas, en nuestro desarrollo y en nuestras relaciones.
Mirarlos, mirarnos
Sacar a nuestra niña de su entorno, alejarla de todos sus afectos, imponerle nuevos referentes y cambios casi constantes, fue duro y doloroso, nos puso a prueba, obligándonos a tomar decisiones asertivas, trabajar en la cercanía y hacerle saber que siempre y sin importar lo que pasara, estaríamos para ella.
Lo dicho, no es fácil, pero nada que valga la pena en la vida lo es. El proceso migratorio es largo, va mucho más allá que montarte en un avión para salir de tu país, caer en otro y volver a empezar. Toma tiempo y mucha conciencia, y cuando lo hacemos con niños pequeños las exigencias se multiplican.
Esto ha requerido mucha energía, dedicación y compromiso. No ha sido perfecto, ni lo será. Fallamos, cometemos errores, pero tratamos de compensar, corregimos y seguimos, porque siempre nuestra guía es el amor que nos tenemos y tenemos por nuestra hija.
Así, vino otro descubrimiento muy importante, que he tratado de transformar en ejercicio constante (aún no lo logro del todo): debemos mirarnos con compasión.
Muchas veces, las madres nos exigimos todo y más. Sacamos un látigo mental y emocional que usamos en nuestra contra, cargándonos de culpas y negaciones, de juicios y exigencias que pueden llegar a niveles absurdos.
Muchas veces, nos tratamos sin piedad, nos exigimos sin límites, y sentimos que nunca damos suficiente.
Hemos recibido un regalo tan perfecto que no lo podemos creer, esos pequeñitos maravillosos y exigentes por los que daríamos la vida sin pensarlo.
Los cuidamos y protegemos como leonas y a cambio, muchas veces, nos descuidamos a nosotras.
Debemos mirarnos con compasión, de verdad, darnos tiempo, escuchar nuestra voz interior, respetarnos y buscar un espacio propio tratando de encontrar algo de equilibrio entre tanto cambio (o caos).
Cuando tenemos niños pequeños, creo que esto es aún más importante, porque al respetar, comprender y gestionar lo que sentimos, haremos una enorme contribución al desarrollo de la inteligencia emocional de nuestros hijos, y crearemos ese ambiente que soñamos, donde nos sentimos seguros, acompañados, apoyados y amados.
Para mi, y sé que para muchas madres, construir ese ambiente significa construir mi hogar, que ya no es un lugar.
Mi hogar somos nosotros tres, no importa que estemos a miles de kilómetros de distancia del lugar que fue siempre nuestro hogar, el único que hasta ahora habíamos conocido.
Redacción: Carla Marcano
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