Una de las sensaciones más curiosas de la maternidad, al menos para mi, es la de recordar nuestra infancia a través de nuestros hijos. Ver cómo van viviendo etapas y recordarnos a nosotros mismos en ese momento de nuestras vidas. Establecer comparaciones, diferencias, pero sobre todo añorar una época que posiblemente muchos tendremos idealizada. Pensar en nuestra infancia desde la perspectiva de nuestros hijos puede ayudarnos a clarificar muchas situaciones que ellos viven ahora, despertando al niño que llevamos dentro.
Dos días a la semana llevo a los niños a extraescolares. No coinciden en la hora pero van a horas consecutivas, y como tenemos que desplazarnos a un pueblo, las dos horas que duran cada las actividades (una hora cada una), tengo que echarlas allí, esperando.
Esperar da lugar a muchas cosas. Entre ellas a pensar, y pensar, a recordar. Me veo a mi misma de niña, cuando era yo la que acudía a actividades extraescolares y mi madre me llevaba y me recogía.
Veréis. Yo nací y me crié en un pueblo, de esos pueblos en los que los niños, por lo general, nos pasábamos el día jugando en la calle y que nos recorríamos solos con total tranquilidad. Creo que así nos hemos criado la gran mayoría de críos de mi generación, con una libertad y una falta de vigilancia por confianza que ahora es impensable.
Como decía, mientras esperaba a mis hijos, veía a mi misma en idéntica situación. Yo iba a música, empecé con 7 años, la escuela estaba en la otra punta del pueblo, por muy pueblo que fuera estaba lejos de mi casa, una media hora caminando. Mi madre me llevaba y me recogía. Lo de llevarme, bien, a mi hora, como debía. Lo de recogerme era otra cosa, mi madre sabía la hora a la que salía y ella venía cuando podía. Es decir, yo me quedaba esperando a que viniera y mientras jugaba, me entretenía como podía o directamente me aburría. No tenía otra opción. Y doy fe que cuando mi madre regresaba, yo estaba allí, como un clavo.
Mi madre hacía eso porque estaba tranquila, porque confiaba. Es decir, sabía que yo estaría allí esperando. No es que se retrasara a propósito pero sabía que si no llegaba a tiempo, yo estaría allí.
Cuando estoy esperando una eterna hora cada uno a que mis hijos acaben sus actividades, se me pasan muchas cosas por la cabeza. Podría irme a tomar un café, hacer algún recado o dar un paseo por el pueblo. Lo cierto es que no me apetece porque a las 4 de la tarde me presta más una siesta y, en caso de no poder hacerla, me conformo con reposar mi señor trasero con comodidad y dejar mi cerebro en modo encefalograma plano por un ratito. Lo que viene ser no hacer nada, simplemente esperar a que el tiempo pase. Sin embargo me quedo allí, esperando, por lo que pueda pasar.
Veo que en el cambio de hora (mi mayor sale de su actividad y la pequeña entra a la suya) llegan padres a traer y recoger a sus hijos, según corresponda. Y como vienen se van. Algunos ni se bajan del coche, aparcan en al puerta y sus hijos suben o bajan según corresponda. La gran mayoría de niños son del mismo pueblo y sus padres, en lugar de esperar allí esa eterna hora, se van a su casa, su trabajo o lo que sean que tengan que hacer. Solo yo espero.
El caso es que, viéndome a mi misma hace casi treinta años -joder, qué vieja me siento de repente-, de ninguna manera veo a mis hijos así. Es decir, no soy capaz de pensar: mi hijo está en su actividad, voy a hacer lo que sea y si me retraso no pasa nada porque me espera allí. Me aterra solo pensarlo.
Entonces pienso si lo normal es ser confiado o ser temeroso, si cuando nosotros éramos niños había un exceso de confianza en la sociedad en general y los niños especial, o si ahora hay un exceso de celo y sobreprotección hacia los niños y desconfianza hacia los adultos y la sociedad en general. Porque cuando yo era niña me advertían del hombre que me podía decir que lo acompañara a algún sitio, invitarme a subir a su coche, ofrecerme caramelos con droga en la puerta del colegio -.menuda leyenda urbana ¿eh?-, que me podía atropellar un coche... Vamos, que los temores y los peligros no eran menores que los de hoy en día. Cuando yo era niña, desgraciadamente, también desaparecían niños o se comestían abusos sexuales contra ellos.
No se si entonces nuestros padres debían ser más cautos en lugar de tan confiados, o si realmente ahora los peligros son mayores o somos nosotros quienes, por la razón que sea, hemos magnificado los peligros en la infancia.
El caso es que, de cualquiera de las maneras, bajo ningún concepto podría dejar que mi hijo espere a que yo regrese, confiada en que lo hará mientras juega, se entretiene o se aburre, en un lugar relativamente seguro -pero sin vigilancia- sin correr ningún tipo de riesgo ni de peligro. No es que no confíe en él, es que no confío en general, en cualquier cosa que pueda pasar. Prefiero firmemente evitar cualquier tipo de percance a probar si puedo confiarme.
Russell no tenía unos padres vigilantes y protectores
Me doy cuenta de cuánto han cambiado las cosas. Porque mis hijos no salen sin la compañía de un adulto a la calle y nunca los perdemos de vista, mientras yo me pasaba horas y horas en la calle jugando, cogía la bicicleta o los patines y me iba por el pueblo, me iba al kiosco tres calles alejado de la mía o me iba a casa de tal o cual amiga, a veces sin avisar. Ni siquiera había una ventana de mi casa que diera a la zona de la calle donde yo jugaba. Mi madre no me vigilaba, no estaba totalmente pendiente de mi, sin embargo confiaba que estaba allí, que regresaría a la hora establecida y en las largas tardes-noche de verano subía al escuchar gritar mi nombre desde el balcón. Incluso me hacían responsable de los menores de la familia, a mi y a mis amigas, de hermanos, primos y vecinos que se unían al grupo. Confianza total en niñas que si llegábamos a 10 años, mucho era.
Y además de nostalgia, me da pena. Pena de que nuestros hijos no tengan esa libertad que disfrutamos, pero sobre todo pena de vivir con miedo, el miedo constante a que a mis hijos les pase algo por un despiste, por una falta de atención mía. Porque se positivamente que además me señalaría como primera culpable, me sentriría plenamente cupable por no haber estado lo suficientemente atenta y vigilante.
Seguro que vosotr@s también evocáis vuestra infancia a través de vuestros hijos, ¿os gustaría que ellos disfrutaran de la misma libertad que teníais?, ¿Creéis que nos pasamos de protectores o ciertamente han aumentado los peligros?. Me encantará leer vuestras experiencias y opiniones.