Tener un pueblo es una suerte. Es algo que intuía, que sabía porque me lo habían repetido mil veces desde pequeña, pero que ahora, al tener un hijo, se me ha descubierto como una gran verdad. Vivimos en un pueblo grande pegado a Pamplona, que tiene las ventajas de lo rural y de la ciudad. Pero además, por mi parte y por la de su padre, mi hijo tiene otros dos pueblos más para elegir: uno en la zona media de Navarra y otro en pleno valle pirenaico. Tres visiones completamente diferentes de pueblos que se complementan y que ofrecen un abanico interminable de oportunidades diferentes: amigos, montaña, río, fiestas, piscina, campo, animales…
He pensado mucho en ello toda mi vida, pero ahora que puedo observarlo de cerca en mi hijo es más evidente todavía: los niños que tienen pueblo son diferentes. Tienen un conocimiento más rico, más de andar por casa, más pegado a la naturaleza. Porque experimentan más y tienen una mayor libertad.
Son niños que con dos años ya saben correr perfectamente sobre ese suelo empedrado no apto para suelas finas, que se manejan desde pequeños con la bici entre baches y montañas de tierra y que saben encontrar arañas y otros bichos en cualquier agujero. Niños que han descubierto la belleza de descubrir luciérnagas por la noche, la sorpresa de encontrar sapos y ranas en el río y que viven las fiestas de sus pueblos como una experiencia con mayúsculas.
Y es curioso que yo, que me había alejado del pueblo desde hace unos años, ahora quiera ir más que antes, sólo por ver a mi hijo disfrutar tanto. Verle subir y bajar esas escaleras de madera, esconderse en la leñera y jugar entre las azadas me devuelve la sonrisa. Supongo que así es el ciclo de la vida: de niños, necesitamos estar más pegados a la tierra.
Al peque le encanta mirar a los pájaros que bajan a la huerta y que han hecho un nido en la esquina de la ventana, seguir los pasos de su abuelo al encender el fuego del txoko y regar con esmero las flores de la amatxi. Recoge las lechugas, las fresas y las frambuesas de la huerta con una soltura e ilusión que ya querrían muchos, y aprendió hace meses a no acercarse demasiado al horno de leña de la cocina, uno de los primeros mandamientos del pueblo.
Este verano, el enano volverá a quedarse unos días allí con sus abuelos, disfrutando como nunca, olvidándose de la televisión y regido por unos horarios más libres. Un poco más asilvestrado, claro, pero experimentando como nunca. Cada vez que vamos, lo disfruta más.
¿Cuál es vuestra experiencia en el pueblo?
En las imágenes, fotos del frío fin de semana pasado en el pueblo.
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