Hace algún tiempo, lo que iba a ser una noche tranquila de final de verano, desembocó en un buen rato de angustia, afortunadamente con un desenlace feliz. Serían más de las 10 cuando mi WhatsApp se convirtió en un hervidero. En los pocos grupo de padres del cole, amigos, conocidos y vecinos que tengo no se hablaba de otra cosa: un niño del barrio, un poco más mayor que mi hija, había desaparecido. Todo este tipo de noticias, como las víctimas del Covid19, las tomas con cierta distancia hasta que las pones nombre y apellido. Entonces la cosa cambia. Y en esa ocasión, como ahora, tenía nombre y apellido porque al ver detenidamente la foto que corría como la pólvora por Whatsapp, descubrí que el niño era un vecino.
Aquella noche no se veía un alma por la calle, se escuchaba el silencio, como ahora. Y cualquier coche, conversación o palabra más alta de un susurro te hacía estar alerta. Antes de irme a dormir no puedo evitar teletransportarme a aquella noche cada vez que cierro las persianas del salón y más en estos últimos días que ha hecho calor. Yo pensaba en el niño, claro está, y rezaba para que no le hubiera pasado nada. Pero pensaba también, y mucho, en sus padres y hermanas y en el sufrimiento de aquellas horas que llevaban ya a sus espaldas sin saber nada del menor. Y cuando trataba de ponerme en su piel, jamás me los imaginé discutiendo o reprochándose actitudes y comportamientos que hubieran sido la causa de que el niño hubiera desparecido. Al contrario, me los imaginaba como una piña sin perder un minuto de su preciado tiempo para encontrar a su hijo.
Pues bien, cuando empezó esta maldita pandemia que a todos nos tiene rotos de dolor (no son casi 18.000 muertos, son 18.000 dramas cada cual con una historia, una familia y una tragedia por detrás) pensé que por una vez, todos íbamos a ir a una: a vencer el virus. Pero hoy hace un mes desde que se publicó en el BOE el estado de alarma y 30 días encerrados son muchos días. Y aquella unidad del principio se ha convertido en una retahíla de reproches de un partido político a otro, de ciudadanos enfurecidos increpando al gobierno de ahora o al de antes, de personas anónimas esparciendo mierda de un lado para otro basándose en hechos presentes o pasados. Y la cosa no va así. Ahora no es el momento.
Ahora toca focalizarse en un solo propósito: acabar con el Covid, como aquellos padres se centraron en el suyo: encontrar a su hijo. Y cuando todo haya pasado, entonces sí. Entonces habrá que pedir responsabilidades pasadas y presentes. Y de todo sacar una enseñanza para que en el futuro, nada de esto vuelva a pasar.
Estoy muy decepcionada con los políticos españoles, sea cual sea su color. Pero por mi boca, por mis redes, por mi Whatsapp no saldrá ni un solo reproche a los errores cometidos antes y ahora. Cuando todo esto pase, seré la primera en pedir la cabeza de quien, desde mi punto de vista, no haya estado a la altura ayer y hoy. Pero ahora no es el momento.
Por cierto, el niño apareció. Fue un acto de rebeldía sin más.