La escuela pública necesita cambiar
Por lo tanto se hace imperante un cambio en la manera de hacer que han ido reproduciendo sin cuestionar los maestros hasta el momento.
Una manera más acorde con los pensamientos actuales, con los nuevos aportes científicos que nos llegan, con la sociedad actual, con el tipo de perfil que hoy en día demandan las empresas, y por qué no una educación más consciente y coherente que centre el verdadero protagonismo en la infancia, en sus necesidades y en el respeto por los procesos de vida.
Me parece esencial que en los tiempos que vivimos, en pleno siglo XXI, haya diferentes opciones educativas al alcance de las familias.
Cada una debe poder tener la libertad de educar a sus hijos como sienta y esté acorde con sus pensamientos, y más esencial todavía me parece que debe ser, que esas opciones estén al alcance de todos, sin hacer diferenciaciones económicas, raciales, sociales o clasistas de cualquier tipo.
No entiendo por qué las familias que tengan una manera de pensar diferente a la tradicional, más actual, tengan que conformarse con una educación desfasada, que no atiende a las verdaderas necesidades ni respeta los ritmos de aprendizaje ni las individualidades de cada uno de los niños, o tengan que pagar por una alternativa.
La escuela debe adaptarse a las demandas de la sociedad
Si las familias están demandando otro tipo de educación, ¿por qué no se atiende su petición?
La escuela pública sigue anclada en una reproducción sin sentido, obsoleta, creyendo ser poseedora de la única manera posible de educar.
Entiendo que haya familias que se sientan más cómodas llevando a sus hijos a un tipo de escuelas que reproducen sus enseñanzas tal y como ellos las vivieron hace 30 años, pero también entiendo que haya familias que se cuestionen si es eso lo que de verdad quieren para sus hijos y que busquen otra opción.
¿Pero por qué esta opción solo puede estar al alcance de unos pocos que se lo puedan permitir? No es justo.
Esta reflexión habitualmente me lleva a recordar un cuento que recogía Jorge Bucay y que llamó muchísimo mi atención hace varios años atrás:
“Cuenta una antigua historia que, en un lejano país, había una fortaleza de encomiable solidez y belleza. Ésta llevaba siglos siendo custodiada por la élite de la guardia real de la nación, pues los ciudadanos consideraban a la construcción como un símbolo de la fuerza y hermosura de su historia, como un trofeo que les enorgullecía como miembros del Imperio.
El 21 de diciembre de aquél año, un nuevo general llegó a la fortaleza y tomó el mando. Era joven para su cargo, pero sus gestos mostraban seguridad y su mirada, vitalidad e inteligencia. Decían que se había forjado en mil batallas, y que había alcanzado tan alta responsabilidad -y cargo- como consecuencia de sus méritos y victorias.
Lo primero que hizo el general fue recorrer todos los rincones del castillo, del primero al último, y conversar unos minutos con cada uno de los soldados a su cargo. Comprobó que la situación de sus efectivos estaba bien meditada, cada uno ocupaba el lugar más oportuno para proceder a una rápida defensa en caso de ataque; las zonas más hermosas de la construcción quedaban protegidas tras gruesos muros para evitar su destrucción, y el camino a los sótanos estaba despejado para que pudieran protegerse rápidamente las mujeres y niños en caso de asedio.
Sin embargo, hubo algo que le sorprendió. Una nota disonante en tan perfecta y armoniosa orquesta. En un lateral del patio central, junto a un antiguo banco de madera de un color blanco desgastado por el paso y las inclemencias del tiempo, había tres soldados haciendo guardia. No tenía sentido, no había nada que proteger, no era una zona estratégica ¿Qué hacían allí?
Cuando se aproximó para preguntarles, su respuesta fue taxativa:
– Estamos montando guardia, señor.
– Ya Pero, ¿por qué aquí? – preguntó el general.
– Porque son las órdenes, señor.
– Pero, ¿qué protegen en este lugar? – volvió a interesarse el general.
– No lo sé, general. Tendrá que hacer esa pregunta al capitán, que es quien ordena las guardias.
–Así lo haré– respondió extrañado el superior. Seguía sin comprenderlo
Localizó al capitán y su conversación no arrojó mucha más luz al asunto: había ordenado esa guardia porque ya se venía haciendo cuando él llegó a la fortaleza como capitán. Estaba en el libro de órdenes que le entregó el anterior titular de ese cargo. No pudo darle más explicaciones, y frunció el ceño cuando el general le preguntó el por qué de esa decisión, qué sentido tenía esa guardia.
El general no se dio por vencido y comenzó a preguntar a todos los soldados, buscando una explicación. Su interés comenzó a dar lugar a comentarios en voz baja, susurros en las sombras que le acusaban de querer cambiar las cosas para demostrar quién mandaba, de no respetar a los anteriores mandos y sus órdenes, de no valorar a los antiguos, de carecer de altas miras, de poner en riesgo el orden establecido, de creerse mejor que el resto, de no darse cuenta de que los ciudadanos ya estaban acostumbrados a “la guardia del banco” y que era una tradición asentada, un signo de identidad cuya eliminación podría suponer un sobresalto para el sentimiento de aquellos que amaban a su país y sus símbolos.
Nuestro protagonista hizo oídos sordos a todos los cuchicheos que observaba a su alrededor y siguió buscando una respuesta lógica a su pregunta. Finalmente la encontró, en un documento fechado 45 años atrás. Decía así:
“El banco de madera situado en el extremo oriental de la plaza mayor ha sido pintado de blanco durante la noche. Ordeno y mando que se establezca una guardia de tres personas para evitar que nadie se siente”.
Al antiguo capitán se le había olvidado indicar que, cuando la pintura ya se encontrara seca, se retirara a la guardia Y 45 años después allí seguía. Obviamente, el general la retiró y aprovechó para explicar a sus soldados la importancia de una obediencia inteligente, de la necesidad de plantearse el por qué de las órdenes y de las tradiciones.
Muchos vieron en él, a raíz de ese hecho, a un gran líder. Otros tantos, a un revolucionario que había venido para poner fin al mundo tal y como ellos lo conocían Estos últimos se organizaron en una célula de resistencia al cambio que el general toleró. No temía a la oposición. Sabía que la Verdad y el Bien, con el tiempo, se acaban imponiendo por la propia fuerza de su naturaleza Y que a la ignorancia se la lleva el tiempo.”
Yo creo que la escuela pública ha de poder atender otras modalidades de educación diferente a la tradicional, yo creo que la escuela pública debería ser la primera en estar al corriente de las diferentes corrientes de educación, de estar al día en los últimos aportes de la neurociencia, de cuestionarse su trabajo día tras día.
Yo creo que la escuela pública debería ser una escuela de calidad, una escuela que se haga respetar.
Y vosotros, ¿qué pensáis? ¡Nos seguimos leyendo!
Turquesa