Retomo la actividad del blog porque ya me vale (casi un mes sin publicar) y porque siento la necesidad imperiosa de reivindicar lo auténtico. Ya se me pasó por la cabeza escribir este post después de Reyes (tras descubrir las variedades del clásico roscón) pero el momento álgido ha sido esta Semana Santa con el tema torrijas.
Señoras y señores, la torrija es un dulce típico de esta fechas elaborado con pan blanco (siempre de barra), leche o vino, canela y huevo; fritas en aceite de oliva o girasol y envueltas en azúcar y canela, miel o almíbar. Para buscar su origen hay que remontarse al siglo XV y ya entonces la receta era así. Todo lo que no sea eso, para mi no es una torrija.
Soy perfectamente consciente de que saludable, lo que se dice saludable, no es y que la ingente cantidad de calorías que contiene una torrija hace que muchos busquen alternativas. Pero ya te digo que para mi esas recetas que he visto estos días (ingeniosas, más saludables y seguro que ricas) no son de torrijas.
Y la verdad, salvo en caso de intolerancia al gluten, leche o huevo o problemas de diabetes, no entiendo ese afán de desvirtuar la receta tradicional. Yo podría entenderlo si de ahora en adelante nos tuviéramos que alimentar únicamente de torrijas. En ese supuesto, seguramente yo sería la primera en buscar alternativas. Pero como no es el caso, ¿es tan malo comerse una torrija, de las de toda la vida, al año? Ya lo dice la tradición: una torrija al año no hace daño.
Y dicho lo cual, ahora toca hacer un poco más de ejercicio para paliar los daños colaterales provocados por la torrija y aquí no ha pasado nada.
¡¡FELIZ LUNES DE PASCUA!!!