Estoy hablando, nada más y nada menos, que de Richard Burton, el reincidente marido de Elizabeth Taylor. Liz Taylor, la de los ojos color turquesa.
Pues bien, este caballero, salvando las distancias, era lo más parecido a cualquier marido del mundo. Sólo que, para hacerse perdonar sus tropelías, en lugar de regalar flores o bombones regalaba diamantes. Gordos, pulidos y carísimos diamantes.
Era como los patos criollos (un pasito, una cagada; un pasito, una cagada), pero en versión millonaria: un diamante, una cagada.
Y mientras tanto Liz, la pobre Liz, amontonaba piedras azules engarzadas en anillos, collares, pulseras, algo que para muchas podría ser motivo de envidia... pero sufría igual que la almacenera de la esquina, o cualquier mujer que haya tenido que aguantar a un bebedor, mujeriego o jugador empedernido.
Porque con diamantes o sin diamantes, el dolor sigue siendo el mismo.
¿Y que hacía Liz para olvidar el dolor de las separaciones, y para intentar sostener la euforia de las reconciliaciones? Le daba al trago. O a las pastillas. Igualito que muchas, demasiadas, mujeres en su misma situación.
Parejas apasionadas, dicen algunos. Parejas enfermas, dicen otros.
¿Dónde estará el límite entre la pasión y la enfermedad?
Creo, modestamente, que en el dolor.
La pasión es una pulsión vital, conecta con la vida, la alegría de vivir, el sexo pleno, la entrega, la generosidad. Una pareja apasionada es una pareja que se come a besos, que hace el amor sobre la mesada de la cocina, que recorre el país con una mochila al hombro y sin un peso pero juntos, que disfruta el sol, la lluvia y los desafíos. Que le pone el pecho a la vida y duerme desnuda, sin ropa y sin miedo.
Cuando hay dolor, cuando la relación nos lleva al dolor, al maltrato, a los celos, a la pérdida de la identidad, nos estamos metiendo en una relación enferma.