Puede parecer una absurdez, pero aquel momento en el hospital marcó un antes y un después en mi concepto de la maternidad y en mi manera de sentir y de vivir. Fue un click en mi cabeza que me hizo darme cuenta de que nada volvería a ser como antes.
Llevo unos días en los que en mis redes sociales veo muchos partos, muchos bebés llegando al mundo y quieras o no, eso te hace revivir sensaciones y recuperar recuerdos que habían quedado un poco en el olvido.
Lo primero que comí después de dar a luz fue una bandeja de sushi. El bocadillo de jamón es sin duda un clásico y después de tantas horas sin probar bocado me hubiese comido cualquier cosa, pero yo lo que de verdad quería era atiborrarme de sushi. Que el jamón me gusta, si, y el lomo, el salchichón y los embutidos en general, pero tampoco los eche demasiado en falta durante mi embarazo.
Pero el sushi… ¡ay, el sushi!. Me encanta, soy fan total y aunque tampoco es que lo coma muy habitualmente, cuando lo hago lo disfruto tantísimo. Makis, niguiris, sashimi, temaki… lo que sea y de lo que sea. Se me hace la boca agua solo de pensarlo.
Así que cuando Sergio apareció con aquella bandeja de sushi en el hospital no podía creérmelo ¡qué ganas de hincarle el diente!. Abría la bandeja, puse un poco de salsa de soja en un pequeño bowl, partí los palillos y me dispuse a comer y disfrutar de aquel manjar.
Al segundo vocado Olivia comenzó a hacer ruiditos quejicosos, quizá tenía sueño o hambre… llevaba apenas unas horas siendo madre ¡no tenía ni idea!. Así que quise cogerla para calmarla, pero Sergio me dijo que siguiese comiendo, que ya se ocupaba él.
Y si, seguí comiendo, mirando hacia ellos, pendiente de ella, de ellos. Con preocupación, comiendo de manera automática, disfrutando más bien poco de aquel delicioso sushi que en otras circunstancias hubiese saboreado tranquilamente. Deseando terminar de comer para probar si lo que tenía era hambre o pensando en cogerla porque en mis brazos se tranquilizaría.
Ese fue el punto de inflexión, ya no había un yo, yo y yo, había un ella, y en casos excepcionales un yo, un nosotros. Siempre pendiente de que ella esté bien, que no le pase nada, que no llore, de que sea feliz.
No sé si recuerdo la última vez que comí tranquila, el día de mi cumpleaños creo que aguantó toda la comida dormida, pero aparte de contadas ocasiones, y aún siendo ella muy apañada, tengo la sensación de que cuando como no saboreo, no me relajo. Ella come, yo estoy pendiente de ella y entre tanto yo intento probar de aquí y de allá siempre bajo el factor de “su necesidad”. La mayoría de veces sé que es sólo cosa mía, ella está tranquila, sentada, comiendo, pero yo no puedo evitar estar más pendiente de lo que ella hace, que de lo que yo estoy comiendo. Mi gen maternal me impide relajarme y centrarme en mi comida.
Y no me quejo, no es una queja, es una apreciación. Cosas y circunstancias en las que nunca pensé y que son tan reales como la vida misma.
Porque desde que soy madre tengo la sensación de que el tiempo va a otro ritmo, lento pero rápido, corriendo a todas partes, pasando muchas cosas por alto y disfrutando muchísimo de otras.
Es una especie de cámara rápida dentro de una cámara lenta, ¿conocéis la sensación?