Hace ya casi un año (cómo vuela el tiempo, señor) publicaba en el muro de Facebook de Un Papá en Prácticas el vídeo que comparto a continuación: una promo de la marca de ropa infantil Mayoral que era a su vez una especie de experimento sociológico para demostrar la facilidad que tienen los niños para entablar amistad con sus semejantes, en clara contraposición a lo que pasa con nosotros, los adultos. No sé si es un montaje o no, pero estoy seguro de que en todo caso la realidad no es muy diferente a lo que refleja el spot. Sin lugar a dudas, este es uno de esos casos en los que la realidad puede superar incluso a la ficción.
Me acuerdo del vídeo muy a menudo gracias a Mara, viéndola corretear y jugar con otros niños en el parque o en cualquier otro lugar; con niños a los que en muchos casos no volverá a ver, pero a los que por un instante queda unida por una amistad que desprende pureza, esa que sólo derrochan los niños cuando aún no esperan ni exigen nada del otro, cuando todavía no etiquetan o juzgan por el aspecto o cualquier otra condición, cuando aún tienen la capacidad de perdonar al instante y de dar todo lo que en ese momento sienten y tienen dentro sin esperar nada a cambio.
Siempre le digo a la mamá jefa que si pudiese congelar un instante de nuestra hija, guardármelo para siempre, sería uno de aquellos en los que Mara se acerca con timidez en el parque a otros niños para empezar a jugar con ellos y, conseguido el objetivo, ya integrada en el grupo, se gira hacia mí (varias veces durante todo el tiempo que dura el juego) y me dedica una mirada y una sonrisa que son una mezcla de orgullo y nerviosismo, la mueca que certifica que ya ha hecho unos nuevos amigos. Y que es feliz. A veces, estando en el parque, cuando me dedica ese gesto, no puedo evitar sentir un poco de nostalgia prematura por el día en el que esa mirada y esa sonrisa ya no sean las mismas. Y desaparezcan. Y caigan en el olvido. Y otros gestos y otras muecas sustituyan a ésa que a mí me hubiese gustado congelar porque condensa en ella la pureza y la inocencia que solo se tienen cuando aún luce la llama de la primera infancia.
La semana pasada, precisamente, estando en Santiago de Compostela en un maravilloso concierto de rock instrumental que nos encontramos de pura casualidad, después de bailar sin parar, Mara se topó con dos hermanos, una niña y un niño mayores que ella. Los tres se miraron y sin intercambiar palabra se pusieron a correr, así que la pequeña saltamontes me dedicó una de sus preciosas combinaciones de mirada más sonrisa. Estaba feliz. Diría que antes de despedirnos estuvieron corriendo plaza arriba y plaza abajo como media hora. No les vi intercambiar palabra en ningún momento. Sólo corrían, y gritaban, y sonreían. No necesitaban nada más.
De regreso al hotel, tras la correspondiente despedida, Mara se subió a mis brazos y muy seria y con toda la rotundidad del mundo me dijo: “Papá, son mi amigos”. No supe qué responderle, así que me limité a sonreír. Quizás, como decía David Trueba en ‘Cuatro amigos’, los adultos sobrevaloremos la amistad. Quizás la amistad no sea más que eso: correr juntos y divertirse sin necesidad de decir nada.