Querida Maramoto:
Hace poco leía a Sacheri, que últimamente me está dando mucho juego (por algo es un genio, ya lo verás), y me topé con un fragmento suyo que decía lo siguiente: Uno olvida la mayor parte de los días. Qué hizo, dónde estuvo, con quién. Tal vez de otro modo no se puede seguir viviendo. Las imágenes serían demasiadas. Pero eso no sucede siempre. Al contrario, hay momentos que no se olvidan nunca. Y claro, si hay un momento que papá no olvida nunca es el día que naciste y pusiste nuestro mundo patas arriba. Aquel día en el que después de 15 horas en un paritorio asomó tu cabeza, escuchamos tu primer llanto y nos demostraste en apenas unos segundos lo maravillosa que es la vida trepando hasta encontrar el pecho de tu mamá, desde ese mismo momento tu alimento y tu consuelo.
De aquello han pasado ya tres años. Tres intensos años de alegrías y penas, de sonrisas y lágrimas, de felicidad y desesperación, de plenitud y dudas. Muchas dudas. De aquel bebé recién nacido que fuiste ya sólo quedan unas fotos, algunos olores y algunos gestos que hoy sigues repitiendo cuando caes en un sueño profundo y duermes como un bebé, que hasta a esa expresión has conseguido dar sentido. El resto del tiempo eres ya una niña “mayor”, como te gusta resaltar a ti marcando la diferencia con cuando eras pequeña, como si de aquello hubiese pasado un siglo, como si tuvieses prisa por vivir.
No tengas prisa. A papá le ha salido aquí su lado egoísta, porque aunque este año haya sido terrorífico en muchos aspectos, aunque me hayas visto desesperarme a menudo, estresarme más de lo habitual y sentirme más derrotado de lo recomendable, te miro y me gustaría congelar el tiempo; retener a esa Mara que eres ahora: parlanchina, ocurrente, con ese carácter volcánico e impredecible que explota cuando menos te lo esperas; esa niña que me dice con la voz más dulce que nunca haya escuchado que me quiere mucho, y me besa, y me abraza, y me estira de la barba, y me pide que le haga cosquillas, y que juguemos al escondite, que la pille, que vayamos a su “pitión” a jugar con sus juguetes; esa pequeña que me reclama para dormir cuando está cansada, que me pide que me ponga la mochila y se hace un ovillo dentro de ella, apretujándose contra mi pecho para buscar el sueño; esa Maramoto intrépida y valiente, también un poco inconsciente (para qué nos vamos a engañar, hija), que me pone el corazón en un puño con sus escaladas y sus aventuras por las alturas; esa niña que canta por la calle, habla a gritos y se la trae al pairo el mundo; esa pequeña saltamontes que durante este año nos ha llevado del cielo al infierno en una montaña rusa de sentimientos que por momentos hemos sido incapaces de gestionar. Como para pedirte que tú gestiones los tuyos, ¿verdad?
Llegados a este punto y sabiendo que no puedo congelar el tiempo, que vas a seguir creciendo de forma imparable, siendo cada día más niña y menos bebé, me gustaría darte las gracias y pedirte perdón a partes iguales por este año. Las gracias por cada uno de esos pequeños instantes mágicos que nos has regalado, esas fotos de la felicidad de las que habla Marie Darrieussec, “uno de esos momentos en que se siente, clic, que crean diapositivas en la memoria. Y también por llevarnos al límite, por conseguir que nos conozcamos mejor, por hacer de cada día una prueba. Ahora no somos capaces de verlo, pero sé que todo esto nos hará más fuertes. Y perdón por perder los nervios, por los malos pensamientos que de vez en cuando me recorren la mente, por bajar los brazos demasiado pronto, por esos días en que alguien que no soy yo se apodera de mí. Perdón por esas veces en que no soy capaz de empatizar contigo y parece que el que tiene dos años soy yo. Perdón por tantas y tantas cosas que me hacen levantarme cada día con la esperanza de ser mejor.
Felices tres años, mi niña.
Te quiere, hasta la luna y vuelta,
Papá
.