Hace unas semanas, Alba Alonso escribía en su blog de Realkiddys una acertada reflexión sobre los padrazos y las madrazas y las diferentes varas de medir utilizadas para otorgar esa aberrante distinción a padres y a madres. Y sí, tenía mucha razón en sus palabras: Los requisitos exigidos para ser un padrazo son inmensamente inferiores a los que te piden para ser una madraza. Es mucho más fácil llegar a ser considerado un padrazo que alcanzar la perfección demandada para llegar a ser una madraza. Se conocen pocos casos de mujeres a las que su entorno les ha dado tal reconocimiento. Son una especie en peligro de extinción.
Y no por falta de méritos, no. Sucede que cuando una mujer se convierte en madre, demostrándose con esto que seguimos viviendo en una sociedad machista a más no poder, el entorno da por hecho que va a hacer una serie de cosas y que, además, las va a hacer bien. Cambiar tropecientos pañales al día, cuidar, educar y jugar con sus hijos, bañarles, alimentarles, dormirles, curar sus heridas, vestirles, peinarles… Dedicarles, en definitiva, 24 horas al día, siete días a la semana, 365 días al año. Se da por hecho que esto es así, de forma que las mujeres nunca pueden ser madrazas, sólo cumplen con su deber.
De los hombres, en cambio, nadie espera mucho cuando nos convertimos en padres. Nadie espera que cambiemos tropecientos pañales al día, ni que vistamos a nuestros hijos, ni que les alimentemos, durmamos o curemos sus heridas. Nadie espera, ni mucho menos, que les dediquemos 24 horas al día. Así que lo tenemos fácil. A poco que nos impliquemos un poco, a nada que cambiemos un par de pañales y bañemos una vez a nuestro bebé, la sociedad rápidamente nos etiqueta como padrazos. ¿Hemos hecho algo que no haga una madre en cantidades industriales? No ¿Hemos llevado a cabo alguna actividad que no nos concierna como padres en una crianza corresponsable? No. Y sin embargo somos padrazos.
‘Padrazo’ porque sí
En casa, la mamá jefa y un servidor no nos hemos visto libres de estas etiquetas. Y como suele ser habitual en estos casos, como hombre en una sociedad machista soy el gran triunfador. El padrazo. Desde el principio, unas veces con más acierto que otras, he intentado implicarme mucho en la crianza de mi hija, pero no he hecho nada que no me corresponda como padre. Nada que no se suponga que no debe hacer un padre. Nada. Sin embargo, en más de una ocasión la gente no ha dudado en tacharme de padrazo cuando me ha visto cambiar un pañal, bañar a Maramoto o vestirla.
A los que se han dirigido a mí en esos términos les diré que no, que este papá en prácticas no es un padrazo. Solo es un padre que intenta implicarse en el día a día de su hija y hacerlo lo mejor que sabe, un padre que se equivoca (muy a menudo) y que intenta aprender de sus errores para ser cada día un poco mejor. No quiero que me etiqueten como padrazo por hacer cosas que me corresponden en mi condición de padre. Y tampoco quiero que lo hagan porque tengo la sensación de que hay en esa palabra mucha condescendencia y mucho paternalismo hacia la figura del hombre. No me gusta.
‘Madraza’ invisible
Hasta ahora, por el contrario, no he escuchado a nadie llamar madraza a la mamá jefa (sé que a ella tampoco le gustaría que la llamasen así). Y ella hace infinitas cosas más que yo, por mucho que busquemos la corresponsabilidad. Infinitas. Pero se dan por hechas. Las tiene que hacer porque es madre. Y punto. No se valoran porque no producen (al menos en apariencia y para el ojo del ciudadano medio de nuestros días). Así es el mundo capitalista que hemos creado. El valor de lo que una madre como Diana está haciendo de cara al presente y al futuro es cero porque no tiene un resultado económico visible a corto plazo. Y eso, en una sociedad cortoplacista, penaliza. Y mucho.
Como he dicho en repetidas ocasiones, admiro a la mamá jefa. Con todas mis fuerzas. La admiro desde siempre, pero muy especialmente desde que la vi dando a luz a nuestra hija. Tanta fortaleza, tanta entereza, tanta sensibilidad. Desde ese momento nada ha sido fácil: ni la lactancia materna, ni el día a día con una bebé demandante hasta la extenuación que apenas le deja hacer nada y que, para dificultarlo todo un poco más, apenas duerme ni deja dormir. Todo ha sido difícil. Y sin embargo no se ha rendido nunca.
Cada día, además de todo lo que conlleva estar con Mara, Diana saca tiempo de donde no lo hay para deleitarnos con uno de sus platos, cada día se pone delante del ordenador para mantener en órbita a Tácata Comunicación, cada día le roba horas al reloj para mantener actualizado Marujismo e informarse sobre crianza y nutrición. Para mí, más que una gran madre (que no una madraza), la mamá jefa es una súpermujer. Siempre se lo digo: Yo, en su lugar, me habría hundido. Ella, por el contrario, es una luchadora incansable, una trabajadora tenaz. No entiende de rendiciones. Es mi heroína.
"Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana", decía Hemingway de la protagonista de una de sus novelas. Creo que entonces, aunque la mamá jefa ni siquiera hubiese nacido, esas letras ya hablaban de Diana.