Después de unas semanas de irregularidad, vuelvo. Mi silencio interrumpido de estas últimas semanas viene provocado por la preparación de la Primera Comunión de la Princesa, que recibirá en unos días. Y de eso mismo quiero hablar hoy. No te preocupes que no voy a contarte nada del vestido, ni el peinado, ni los regalos. Eso ya llegará la próxima primavera. Este post pretendo que sea de esos que escribo desde el corazón, desnudando mi alma, de esos que le encantan a Mi Otro Yo.
Llevo, exactamente, nueve meses preparando el que, quizá, sea para mi (como para su padre) uno de los días más importantes de la corta vida de la Princesa. Y lejos del postureo, de la fiesta y la celebración, para mi es un día muy importante por el significado que tiene el hecho de la Comunión en si.
No quiero juzgar a los que hacen la Primera Comunión porque es lo que toca o por el mero hecho de la fiesta. Allá cada uno. Lo que pretendo con este post es compartir mi alegría y la emoción que siento al pensar que mi hija ha decidido tener a Jesús como compañero de viaje, como un día lo hice yo.
Es muy probable que tú que me estás leyendo no lo entiendas. Si te soy sincera yo misma me pregunto muchas veces si esto de la religión es un cuento. Pero cuando pienso lo que me reconforta el rezar, ir a misa o cuando percibo que en esta vida no estoy sola, cambio de opinión. Quizá eso es la fe, esa fe que mueve montañas.
Han sido muchos meses de preparación material y, sobre todo, espiritual. La Princesa sabe lo que va a hacer y la importancia que eso supone. Y eso me enorgullece.
Aunque no compartas mi visión, solo te pido que me respetes, compartas conmigo esa alegría y nosotros rezaremos por ti. Que lo mismo, el día de mañana, ¡¡hasta te viene bien!!!
¡¡FELIZ MIÉRCOLES!!