Mi niña de casi tres años no quiere andar

mi niña no anda


He vuelto de las vacaciones con la espalda hecha un ocho tras patearme buena parte de Galicia con una niña de casi tres años en la mochila. O en su defecto en brazos, cuando ella consideraba que hacía demasiado calor para ir tan pegados. Mis camisetas chorreando tras sus siestas dan fe de ese calor. Y lo de las vacaciones, desgraciadamente para mi espalda, no es una novedad, porque aproximadamente desde el mes de marzo nuestra hija ha decidido que no quiere andar. Que ya domina el arte y que no le gusta tanto como pensaba. Que es aburrido. Y que cansa. Ahí están sus “papá, ya no puedo más” tras caminar cuatro pasos. Un hito en estos últimos meses.

Por lo que leo y veo creo que es algo bastante habitual. No sé si hasta el extremo de no andar nada, que a Maramoto siempre le gusta poner a prueba los límites de la resistencia humana, pero sí algo recurrente que llegada esta edad, meses arriba o meses abajo, nuestros hijos, que hasta hace no tanto sólo querían andar, pierdan de repente el interés por hacerlo, dejando para la reflexión otra curiosa paradoja: cuando empiezan a dar sus primeros pasos ellos solo quieren estar en el suelo y andar. Y nosotros siempre resulta que vamos con prisa y querríamos llevarlos en brazos. Luego, cuando necesitarías que fuesen andando porque ya van más rápido, resulta que ellos no quieren hacerlo. Así es la vida, padres del mundo.

Dadas las circunstancias, con la mamá jefa ya embarazada y sin poder cargar tanto peso durante tanto tiempo, en abril hasta compramos una silla de paseo. La más barata que encontramos. Creo que no llegó ni a 40€. Nosotros, que cuando Mara apenas contaba cuatro meses nos habíamos deshecho del carrito que compramos emocionados cuando ella aún era un ente abstracto en formación. Hartos como estábamos de no utilizarlo y verlo de exposición en el salón. Felices como estábamos tras haber descubierto lo maravilloso que es el porteo. Pues nosotros, los mismos, compramos un carro. ¡Un carro! Y nos hizo su pequeño servicio, no os voy a engañar. Especialmente para que la mamá jefa pudiese ir a recoger a Mara de la escuela infantil. Pero luego nos cansamos de tener que subir con él al tercero mientras cargábamos a la pequeña saltamontes en el otro brazo; y de sacarlo y que ella aún así quisiese ir en brazos; y de tener que bajarlo a pulso cada vez que cogíamos el metro; y de ver cómo se nos escapaban los autobuses porque ya había un carro y no aceptaban otro más. Nos cansamos, al fin y al cabo. Y antes del verano la sillita acabó en casa de los bisabuelos, que a veces da la sensación que viene a ser el trastero que perdimos con el cambio de piso.

Desde ese día todo sigue igual. Y no, no se adivinan cambios. Maramoto no quiere andar. Y conseguir que lo haga durante diez metros cuesta un triunfo. El viernes pasado, sin más lejos, nos fuimos los dos a comprar al mercado. A la ida fue subida en el carro de la compra. A la vuelta el carro iba cargado de fruta y yo tiraba de él con la mano derecha. En la izquierda llevaba una bolsa con dos kilos de harina y un par de panes. Maramoto (¡Qué casualidad!) no quería andar, así que acabó subida en mis hombros. Y así subimos al tercero. Me río yo de los atletas de los Juegos Olímpicos.

Y no os voy a engañar. Por momentos me indigno. Acabé las vacaciones con un aviso de contractura y maldiciendo mi suerte. Y estoy agotado. Más aún con este calor, que no es lo mismo cargar peso en invierno que con 40º a la sombra. Luego, sin embargo, se me pasa rápido, porque a mí me gusta portearla, sentirla cerca, poderle dar achuchones sin descanso. Como decía en esta foto que compartí en mi cuenta de Instagram el último día de nuestro viaje por Galicia, dentro de poco, antes de que pueda darme cuenta, la pequeña saltamontes no querrá que la coja. Y entonces sé que echaré de menos esos días en que no solo podía hacerlo, sino que era ella la que me lo pedía. Siempre. A todas horas.

Con menos cariño, eso sí, se apaña uno



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