Pertenezco a una generación en la que nuestra infancia y juventud estuvo marcada por el terror. Si no todos las semanas, si cada dos se hablaba de terrorismo. Cuando no era un tiro en la nuca, era un coche bomba o un secuestro. Los funerales de estado se repetían en las pantallas de aquellos televisores grandotes y las manifestaciones para condenar esa barbarie se sucedían una detrás de otra. No sé si en algún momento pude sentir miedo, pero si pena y tristeza. Ya en mi adolescencia cada uno de esos muertos me dolieron de verdad. Recuerdo como si fuera ayer donde estaba cuando sucedió el atentado de Puente de Vallecas, con seis muertos, o el día que asesinaron a Francisco Tomás y Valiente o el que dejó sin vida a un militar en León, tres días antes de Navidad. No hace ni cinco años que por fin se ponía fin a este sinsentido y, tonta de mi, pensé que mi hija no iba a vivir lo mismo que viví y sentí yo. No está viviendo ese terrorismo cercano, sino otro más global como todo lo de ahora.
Llevamos un año en el que hablar de DAES, el IS, la inmolación o los refugiados es el pan nuestro de cada día. Y estoy, como me imagino que en su día estuvieron nuestros padres, confusa ante cómo explicarle que es lo que pasa. Porque ni yo misma lo entiendo. Porque no concibo nada en el mundo que justifique arrebatar la vida a alguien, lo más grande y preciado que tenemos.
Hoy estamos con Bruselas, como estuvimos con Paris, con Beirut y Bangkok y con Siria. ¿Y lo próximo?
Ni lo comprendo, ni lo quiero. Lo que deseo es un mundo en paz.