En la crianza existe una fase de absoluta dependencia, esos años en los que, si el trabajo u otros quehaceres no lo ‘remedian’ -la jornada laboral como salvación, quién lo iba a decir- los niños se convierten literalmente en parte de ti, algo insoslayable al plantearse pequeños y grandes planes: un café con las amigas, un fin de semana fuera, apuntarse a ese curso, ir a la peluquería… Los que saben de esto recomiendan disfrutarlo intensamente: ‘El tiempo vuela y antes de que te des cuenta se marchará’, advierten. Supongo que será así; tantas voces no pueden estar equivocadas, pero cierto es también que a ratos sobrevuela una sensación como de angustia. Sucede aunque sea plenamente deseado y llegue con la libertad apurada al límite; quizá sea precisamente por eso.
Hace unos días, un conocido nos preguntó cómo lo ‘llevamos’ en un tono entre la resignación y el hastío. Al ver a su lado a una cría algo más pequeña que Inés deduje que se refería a la paternidad. Sin esperar respuesta, empezó a detallar lo que para él es un sufrimiento cotidiano: madrugar para llevar a su pequeña a la guardería, noches de sueño interrumpido, la atención permanente para evitar que se golpee contra todo, renunciar al gin-tónic en el bar de abajo (por no hablar de ‘liarse’ hasta las cinco, resaca y bebés son una combinación letal). Lo peor de todo, dijo, es que ‘mañana toca lo mismo otra vez, y pasado también’.
Tanta frustración me produjo entonces extrañeza y un poco de lástima. Pensé que algunos habrían de plantearse seriamente si la paternidad es lo que de verdad desean. Hoy creo que lo comprendo mejor: a lo mejor tenía un mal día, o quizá sólo se atrevió a expresar algo que muchos niegan y casi todos callan. A veces uno puede arrepentirse de ser padre, aunque su hijo sea lo más grande que le ha regalado la vida.