La relatividad del tiempo es una verdad cotidiana, de esas que todos constatamos sin necesidad de experimentos ni sesudos razonamientos. Está en la sorpresa al escuchar a nuestra abuela referirse a sus amigas octogenarias como ‘las chicas’, y en la misma reacción ante la negativa de nuestro hijo a caminar de nuestra mano porque ‘ya es mayor’. Pero hombre… ¡Si no tienes ni tres años! Temprana es la urgencia por abandonar la infancia, por perder la inocencia, por quemar etapas. Algo parece arrastrarnos desde los primeros momentos a una absurda prisa por vivir.
La fiebre termina al comprobar un día que nos queda poco fuego, que ya ardió buena parte de la mecha que creímos inagotable. Pero esto, como tantas cosas, es necesario sentirlo para creerlo. De nada serviría advertirle a una niña sobre un mañana que se pierde en el tiempo, inmersa como está en un hoy interminable.
La repentina obsesión de mi hija por desertar del bando de ‘los pequeños’ no es casual. Pensándolo un poco, todo alecciona a los niños para que renieguen de su infancia: la premura para que hablen, aprendan a entretenerse, para que caminen solos, en todos los sentidos. Yo misma, hablándole de ‘los niños mayores’ que comen de todo, no toman teta y ya no usan pañal.
Demasiadas voces, dentro y fuera de casa, nos instan a crecer a marchas forzadas para ser los primeros, para aprovechar el tiempo cambiando el tiempo de juego por interminables deberes, para competir. Por eso resulta un consuelo saber que hay niños que también se resisten a cumplir años, como si algo en su interior se aferrara al paraíso de la infancia. Quizá por eso me gusta tanto que Inés, vencida por el cansancio, me pida que la lleve a la cama en brazos mientras me dice bajito: ‘Soy un bebé’.