A Leo lo tenemos olvidado, absorbidos como estamos por el día a día, por Maramoto, por las tareas del hogar, por el trabajo, por Tacatá, por todo en general. Apenas tenemos tiempo para reparar en él, para sentir cómo se mueve la barriga de mamá, para pensar en cómo será nuestra vida en apenas unos meses, cuando seamos cuatro; para pensar en ello, en definitiva, y hacerlo sin ahogarnos sin remedio en un vaso de agua que posiblemente esté vacío, pero que nosotros vemos tan lleno que nos agobia sentir que no hacemos pie.
Qué dos embarazos tan distintos. Muy especialmente para la mamá jefa, que pudo saborear el primero, tomárselo con toda la calma del mundo, hacer ejercicio, respirarlo. Y en este segundo va de cabeza, siempre con la sensación de ir corriendo, como quien huye para no ser engullida por el día. Y también para mí. Para los dos como pareja. A Leo apenas he tenido tiempo de sentirlo moverse y patalear mientras acaricio la barriga de su mamá. A Leo apenas lo pienso durante el día. A Leo aún no hemos ido a comprarle nada. Aunque realmente no le hace falta nada. Aunque aún estamos en la semana 26 de embarazo. ¿O era la 25? ¿O la 27? Con Mara nos sabíamos las semanas de embarazo. Contábamos hasta los días. Con Leo nunca sabemos en qué semana andamos.
A estas alturas a Mara ya le habíamos comprado la cuna. Y una minicuna balancín que nos enamoró en Mothercare después de buscar mil y una cunas online para bebés a través de google. Y el carro. Y unos cuantos conjuntos de ropa, porque siempre que íbamos a una tienda salíamos con algo para ella. Y otras mil y una cosas inservibles que fueron errores de principiantes, porque ahora sabemos que no necesitábamos tanto, que podíamos vivir sin ellas. Quizás por eso a Leo aún no le hemos comprado nada. Quizás sea porque hemos aprendido. O quizás porque no siempre nos acordamos de que está ahí. De que en unos meses va a llegar.
A Leo me gustaría decirle que no nos tenga en cuenta estos despistes, que le queremos aún sin habernos conocido, que nos va a hacer junto a su hermana los padres más felices del mundo. A Leo me gustaría susurrarle a través del vientre tenso de su madre palabras como las que Glauco Revelli le dedicaba a su hija cuando su mujer estaba embarazada y él (ellos) debía sentir algo parecido a lo que yo experimento cuando por un momento me paro y (por fin) pienso en él: “No tengas miedo, todo irá como tiene que ir. Si hay que sufrir, sufriremos; si hay que llorar, pues muy bien, lloraremos. Y luego, de una manera u otra, saldremos a flote. Esto te lo prometo. Duerme. No te preocupes por nada, y sobre todo escucha lo que te digo: no nos escuches. Cuando tú estés aquí, nosotros seremos diferentes, seremos mejores. Mejores de lo que jamás hemos sido”.