En este año Pablo es otro niño, es más fuerte, está más espabilado, le ha cambiado hasta la expresión de la cara. Ahora es un pillo, un terremoto de 3 años y medio que quiere correr, que da patadas al balón, que se levanta solo de la cama, que sienta en una silla y se pone de pié solo, que se agacha a coger las cosas del suelo (agarrado de una mano), que intenta subir escaleras, mantiene el equilibro sin problemas y si se cae es porque siempre le gusta ir a por todo el camino más difícil.
Está consiguiendo dejar el pañal, responde cuando le preguntas, sabe la diferencia entre sí y no, ha ampliado su repertorio musical en tres idiomas, ha mejorado en memoria, en vocabulario, en decisión, en genio.
Nos está midiendo, tiene rabietas sin parar, dice lo que quiere y lo que no, sigue poniendo cara del gato de Shrek cuando lo necesita, pero también da besos y abrazos a otros niños, está empezando a obedecer; está forjando su carácter.
Es cierto, para que nos vamos a engañar, que aún le queda camino que recorrer y que comparado con otros niños de 3 años se le nota desfase madurativo y motórico, que al fin y al cabo Duchenne no se ha ido, pero sí se nota un avance muy notable fruto únicamente del duro trabajo de cada día.
Fruto de la fuerza de las terapeutas que nos acompañan cada día, de los médicos con los que nos hemos ido encontrando y fruto de la lucha en casa, del empuje personal, de la constancia y de no rendirse ni en los peores momentos, que malos momentos también ha habido unos cuantos.
Y es que, como tantas veces he leído, se puede llorar hasta que se parta el alma, pero lo que no se puede es rendirse jamás.
Sea como sea, Pablo tiene que aprender que con constancia todo se consigue, que uno siempre tiene que tirar hacia delante, que hay que esforzarse para llegar más lejos, que la vida es dura pero que nosotros podemos ponerle una sonrisa.